Antes, cuando quería esconder una cosa de mis hijos, la alzaba lo más alto que podía, para que desde abajo no se viera.
Hoy me toca ponerlo lo más abajo que pueda, para que desde arriba no se encuentre.
Hoy me toca ponerlo lo más abajo que pueda, para que desde arriba no se encuentre.
Antes, cuando venían a pedirme algo y, por ende, tenía toda su atención, al tiempo que escuchaba lo que me decían, miraba también la forma en que lo hacían, corregía, daba ejemplos y los proyectaba ante una situación similar en el futuro, cuando sean grandes.
Hoy, que ya son mayores, he de hacer el esfuerzo para no “sentar cátedra” cuando hablan conmigo.
Ya no vienen a pedirme algo, sólo vienen a contar algo, y debo meter el freno y detener la maquinaria de madre formadora y convertirme en... ¿qué? ¿su Dropbox?
Quieren que los escuche, que los vea como dan vueltas a una idea que los inquieta, que mi mente vaya tomando nota de cada elemento que juega en esa telaraña de dudas y que luego no “siente cátedra”.
Yo he llegado a entender que ellos usan ese término como un eufemismo. “No sientes cátedra” es lo mismo que decirme “no abras la boca”.
Y yo ¿he de escuchar, morder los dientes, dibujar una sonrisa y aderezar todo esto con alguna onomatopeya? ¿Algún “ummju” me está permitido? Pues parece que sí.
El tema puede ser muy variado pero mis respuestas están limitadas a un monosílabo afirmativo como mucho. O la amenaza de mi cátedra hará que “no me quieran contar nada”.
Y así llevamos un tiempo, cuando estoy haciendo algo en la cocina o sentada en el ordenador y los veo aparecer como quien danza por el salón ya se lo que me viene. Me viene su vida a capítulos, esa donde yo ya no meto mano, donde sólo puedo desear que todo lo que pude hacer, decir, ordenar y -sobre todo- convencer en aquellos años en los que alzaba las cosas, funcione ahora que me sacan dos cabezas y que ven más allá de donde yo llego.
Puede que sea una fase. Puede que cuando cumplan los treinta me vuelvan a dejar hablar. Yo estaré aquí aguantando el aire.