Memorias

Con el tiempo el recuerdo es menos y la sensación es más.

martes, 29 de mayo de 2012

Zippo


Bien, me explico, estaba yo escribiendo mi segunda historia larga. Llámese larga a una que no acaba de un tirón.
La primera, “He”, me costó y he de confesar que al final la acabé de un tirón al no soportar tanta demora. Tomé un atajo y salí de ella. Pero luego empecé “El camino”. Esa historia me gusta. Y coincidió con que me fui de viaje a “mi pueblo”. Allí una amiga estaba en su segunda quimio y al mes murió. 
A ver, uno en el siglo XXI no muere de cáncer sin luchar y menos con 45 años. Ella estuvo bien cuando llegué, luego ingresó porque se puso mala y en dos semanas murió. 
Hablamos del mes de mayo, cuando ella supo del cáncer en enero. Algo no cuadra.

Se supone que el luto emocional dura tres meses y eso me da la libertad para decir chorradas. 

Eterno rima con fraterno. 

Un amigo no se va, incluso si terminas la amistad, recuerdas todo hasta ese instante.

No me asusta la muerte. Estuve con mi abuelo mientras unos sujetos le inyectaban formol y hablaban del partido de football.  Vestí y maquillé a mi primera suegra. He presenciado un sin número de funerales de pilotos en los que sólo se pusieron cenizas en el ataúd. 

De algún modo todos murieron haciendo lo que quisieron. Mi amiga también, era madre, cuidaba de los suyos, pero ella no quería morir aunque tenía asumida la posibilidad.

Todos sabemos que cualquier día nos puede atropellar un tren pero nunca sucede.

Cada cual cree tener claro su papel aquí, mientras uno está vivo necesita tener claro su papel. Unos ya están jubilados, cuidando nietos, calmos. Otros en la universidad buscando su camino. Hay quienes creen que están luchando por cambiar el mundo. Otros creen que están robando tiempo. Y hay quienes creen que lo que aprovechan todo porque hoy es hoy y mañana quién dirá. Todos, ineludiblemente nos explicamos nuestro papel en este teatro. 

Muchos creemos tener buenos diálogos, mientras creemos ver a otros que solo pasan el café.

Se supone que yo soy feliz, soy una gata casera, me quieren mucho. Mi nombre significa “abeja del hogar” 

Veo a Zippo, mi nuevo perico, un agaporni celeste. Ese que llegó ayer a casa tras la muerte inexplicable y violenta de los canarios. Nadie sabe lo de nadie.

Zippo, en cuanto no me ve, comienza a roer los barrotes de su Alcatraz particular. El lo controla todo, calcula cuánto tiempo le tomará huir de la jaula a la galería. Fuera hay hurracas, cuervos, gatos, y ni un anaporni suelto con quien huir y ser feliz.

Debo ganarme su confianza, hacer que se sienta seguro conmigo, proveerle de todas sus necesidades y hasta de sus caprichos, para que se acostumbre a vivir aquí y además sea feliz.

lunes, 30 de abril de 2012

El camino (8º)

Por el camino, mi discípulo no creyente me tentó.

Teníamos una hora para pasear en domingo, comer churros recién hechos, y tomar café, él invitaba. 

Era imposible resistirme y no tanto a los churros como al estar los dos tomando café un domingo como si fuésemos mayores. 

Lo hicimos y al terminar nos dirigimos hacia un callejón, ahí él sacó una cajetilla de Celtas Cortos. 
Escondidos, frente a frente para tapar el viento que entraba por el callejón, encendió el pitillo como un experto, le dio una calada y creo que sus pupilas se relajaron y dejaron salir la luz de dentro. Sonrió. 

Cuando me tocó a mi  lo hice torpemente, lo metí en mi boca, aspiré y un ardor entró por la garganta y salió por los ojos, inmediatamente empecé a toser y a ahogarme, tiré el pitillo al suelo y cuando mi discípulo se lanzó a cogerlo, un pie lo aplastó. Un pie rollizo metido en un zapato negro y cubierto por unas medias tan apretadas que parecían a punto de rasgarse y dejar escapar la grasa de dentro. 

Levantamos los ojos y vimos a una mujer vestida de negro cerrado. “La misa ha terminado” -dijo- y se dio media vuelta.

Corrimos como alma que se lleva el diablo, pasamos por en medio del parque y casi saliendo de él mi discípulo que iba atrás mío perdió el equilibrio por el lodo resbaloso y agarrándose de mi camisa y hizo que ambos cayésemos de bruces en el fango. 

Llegamos maltrechos a casa, mi abuela nos ordenó meternos con todo y ropa en la ducha, dijo que olíamos a una mezcla de basurero, tierra y colillas de cigarrillo. 

Siempre me llamo la atención la habilidad de su nariz que a la postre tuvo que acostumbrarse al olor del Celtas y luego del Fortuna, un aroma que hasta el día de hoy me precede, no así mi fe que se quedó por el camino.


lunes, 23 de abril de 2012

El Camino (7ª)


Verle tan enlodado me recordó lo poco católico que era, detestaba ir a misa, yo también pero no por el sermón y la comunión, porque yo si que creía, mis padres habían muerto pero estaban en el cielo, y no se habían convertido en energía, ni transformado en un árbol, ellos seguían siendo ellos, y seguían acordándose de mi y de mi abuela, lo que no me gustaba en absoluto era levantarme temprano en domingo. 

A él le encantaba salir de su casa, y si podía usar el pretexto de la misa en domingo, la de la primera hora, a la que íbamos mi abuela y yo, lo usaba. Le dejaban venir porque sabían que iría a misa y que mi abuela lo atendería bien. A mi abuela le encantaba que nos acompañe, nos tomaba a cada uno de una mano y así rezaba todo el tiempo que el sacerdote hablaba.

Yo sí que escuchaba el sermón, me gustaba encontrar algún sentido a mi existencia. ¿Por qué estaba viviendo así, con mi abuela? ¿Por qué no morí en el accidente con mis padres? ¿Por qué tenía ahora un hermano? Creía que había un mensaje cifrado en cada sermón y que era mi deber ir encontrando los fragmentos hasta conseguir por fin el sentido completo. Pero él no creía en nada de eso, yo sospechaba que tanto le disgustaba su familia que no quería estar atado a ella más allá de esta vida. Pero sí atendía el sermón porque luego nos poníamos a darle distintas interpretaciones, hasta que encontrábamos algo que ni él ni yo podíamos rebatir y a eso la llamábamos “una verdad” y la anotábamos. Teníamos un montón de verdades con las que debíamos intentar esbozar la imagen de mi rompecabezas personal. Muchas veces él no estaba de acuerdo con alguna de estas verdades pero si no podía rebatirla el tenía una frase para claudicar “Cuando no da más mi  razón me someto a la tuya” , pocas veces se lo escuché decir. Yo, sin embargo, si que la usé todas las veces en que no podía darle argumentos lógicos a mi fe ciega. Pero mi fe seguía intacta, creía que todo era cuestión de tiempo, algún día llegaría a acumular una cantidad de misas suficientes para completar mi rompecabezas de verdades.

Y ocurrió que, un domingo de mayo en que mi abuela sufría un fuerte resfriado y nosotros teníamos trece años, nos dejó ir solos a misa. Había estado lloviendo y no quería enfriarse, decía que los viejos se mueren siempre de gripe. Iba a preparar un cocido para comer y también haría torrijas. Nos despedimos y nos fuimos.

lunes, 16 de abril de 2012

El Camino (6º)


Capítulo 2
  • ¿Quieres una Cerveza?¿un vaso de agua? ¿un plátano? 
     
     - No, dame una naranja.
Mientras iba a por un plato, un cuchillo y una naranja mi pecho estaba explotándome, no quería mostrarme nervioso, ni ansioso por saber dónde había estado ni por qué se había ido de ese modo. Temía que al preguntarle por todas esas cosas terminemos en uno de esos momentos extraños en los que no sabes si abrazar o disimular. De modo que me centré en pelar la naranja. Para que la coma tranquilo. 
Su voz y sus gestos me hacían pensar que lo que sea que hubiese hecho había sido bueno para él, pero el que esté todo lleno de lodo, como si lo acabaran de sacar de un documental de Nathional Geographic, me mosqueaba.
Vi como comía la naranja, lo hacía tan lento que me recordó al modo de comer de Reina Claudia.
  • Comes como Reina Claudia - le dije
Sonrió y siguió disfrutando la naranja, como si no tuviese nada que contarme, como si ya yo lo supiera todo. 
  • ¿Quieres que te pele otra?

  • No, ahora si te acepto el plátano.
El plátano se lo entregué tal cual, como se entregan los plátanos entre amigos. Y debió ser eso lo que me animó a preguntar.
-¿Dónde has estado todos estos meses? ¿llegaste a Santiago? ¿estás ahora en tu casa? ¿por qué no me contaste tus planes? ¿Sabes que me has tenido preocupado?
Me di cuenta de que había hecho justo lo que no quería, lanzarle una metralla de preguntas. Ahora no me quedaba más remedio que esperar a que desgrane cada una de sus respuestas, de modo que tomé la fuente de la fruta, la puse sobre la mesa y empecé a comerme las uvas de cuatro en cuatro.
Terminó su naranja, dejó el plato en la pila, se lavó las manos y la cara, arrancó un trozo de papel de cocina y fue empapándolo con su humedad. Alzó las cejas mirando el trozo de papel que había quedado color marrón, y dijo:
  • Creo que antes de empezar a contártelo todo he de darme una ducha. Y no, no he ido a casa aún. ¿Me dejas tu baño y me prestas algo de ropa? No quiero aparecer de este modo delante de mis hijos, ni de los tuyos. Pensarán que he escapado de un zulo en el que he estado prisionero todos estos meses, y nada más alejado de la realidad.
Y con un gesto nuevo, una especie de medio sonrisa combinada con el levantamiento de la ceja contraria a la comisura del labio sonreído, caminó hacia el baño de la piscina. Menos mal.

domingo, 8 de abril de 2012

El camino (5º)


Mi discípulo apareció por la puerta el 28 de diciembre a las diez de la mañana, trajo dos máscaras. Mi abuela había hecho masapanes de almendra y polvorones que yo desayunaba con una taza de leche tibia. Se sentó y empezó a contarnos de dónde había sacado esas máscaras. Una no sabíamos lo qué era, pero asustaba. La otra era un hombre llorando. O un fantasma llorando, no supimos bien. Dijo que las había encontrado en el desván de su abuelo mientras jugaba con sus primas, entre unos baúles  llenos de ropa vieja había encontrado ese botín. Como las niñas se habían asustado y echado a correr el pudo esconderlas bajo su camisa y sujetarlas con el cinturón.
Mi abuela le preguntó si había desayunado y dijo que no. Le pasó una taza de leche tibia y se llenó de polvorones la boca, tanto que cuando quiso decir que estaban riquísimas se formó una nube a su alrededor. Terminamos de desayunar y le mostré mi Palé, y a la Reina Claudia ante la cual hizo una reverencia. Decidimos salir con las máscaras a la calle y luego de comer Pavo calentado quedarnos toda la tarde jugando el Palé.
Jugamos al Palé toda la semana, hacíamos que la Reina Claudia moviese las fichas. Mi abuela estaba más que contenta, por fin tenía ruido en casa. Yo también estaba contento, pero me seguían inquietando dos cuestiones. La primera de ellas era no saber lo que había hecho que él y mi abuela llorasen aquél día. Y la segunda, menos importante pero no menos recurrente era ¿qué fruta comían los padres?
Me había imaginado que un padre debía comer plátano, primero por estar más bueno, porque no costaban mucho y porque no tenía pepitas. Un padre tenía que tener ese tipo de razonamiento para decidir sobre la fruta. No me imaginaba a un padre comiendo granadas, con tanta pepita y tan poca comida. O piñas, en general no me lo imaginaba comiendo frutas que manchen o tengan una innecesaria incomodidad, habiendo plátano claro está. También podía comer naranjas, porque se las pasarían peladas y troceadas a la mesa. No me lo imaginaba comiendo uvas, por tener la boca más grande, a menos que se las comiese de cuatro en cuatro y escupiera las pepitas. Pero no sabía como introducir ninguno de esos dos temas de forma casual.
Increíblemente fue Reina Claudia la que me dio la oportunidad de hablar de frutas y padres. Estábamos jugando al Palé cuando mi discípulo me preguntó por qué le habíamos puesto ese nombre, si ella más parecía una chirimoya. Eso me hizo reír a carcajadas y le dije, es verdad, y mi abuela parece un plátano, y el se rió y dijo, es cierto, es buena, suave y con el pelo amarillo, y echamos a reír los dos. Luego él siguió sólo, a su hermana la comparó con una piña, redonda y con espinas, a su madre con un pepino, siempre poniendo verde a su padre. Y ahí dije yo:
  • y tu padre ¿qué fruta come?
Realmente no venía a cuento pero o lo preguntaba entonces o nunca. Entonces él se quedó pensando un tiempo largo, parecía que iba a contestar y se lo volvía a pensar hasta que dijo:
  • Naranjas, si, come naranjas
Yo sonreí, y estaba seguro de que me habían brillado los ojos.


miércoles, 4 de abril de 2012

Un ángel



Esta mañana fui corriendo al kiosko a por el periódico, alguien tuvo que escribir sobre ti. No debí de ser la única persona que te vio, que te siguió, que te habló. Y tu te fuiste de largo. Estabas aquí para algo más importante que mi amor, ese que seguro no tiene sentido para un ángel.
En la Castellana, cuando iba a cruzar hacia Goya te vi, estabas justo en la esquina, al principio imaginé que eras extranjero y que seguro irías al Hard Rock. Pensé ¿cuándo en tu vida vas a volver a ver a un hombre tan perfecto? Parecías perdido. Me acerqué y te hablé en inglés, tu me miraste unos segundos como quien ve lo que quiere hacer un gato en el capó de un coche, si, yo quería tu calor. No sé si lo entendiste y pasaste de eso con tu sonrisa o si ni siquiera supiste que te deseaba, da igual, seguiste de largo.
Perdí la poca vergüenza que me quedaba y me puse a tu lado, me di cuenta de tus piernas por tus largas zancadas y de que no usabas calzoncillos por ese movimiento bajo el suelto pantalón. Tu seguías buscando algo, sin prisa pero sin pausa. 
Te tomé de la mano, eras tibio, eso era perfecto. Imaginaba mis pies buscando tu calor bajo las sábanas. Tenías poco bello o ninguno, eso te lo podía perdonar, lo compensaban de sobra tus anchas espaldas. Como no te soltaste de mi mano me agarré a tu cintura, tu cadera me llegaba a la costilla flotante. No podía evitar imaginarme a horcajadas sobre ti. Decidí poner tu brazo en mi pecho, así al caminar tu mano me rozaba. 
No se por qué no parabas tu andar ¿dónde ibas tan directamente distraído? 
Ni me di cuenta de cuánto habíamos caminado hasta que llegamos al lago en el retiro, saltaste el muro que nos separaba del lago y te sumergiste en él. Me dio asco y me fui.

domingo, 1 de abril de 2012

El Camino (4ª)



De modo que ante la pregunta de mi discípulo yo respondí feliz que no comeríamos ni cerdo ni pescado, que comeríamos pavo, como lo hacían los americanos. El sonrió, le brillaron los ojos, y a continuación empezó a quejarse de su suerte. 
Resulta que odiaba el pescado, de cualquier tipo, pero si había una forma de hacerlo más insoportable a su paladar era al horno. A a su hermana le gustaba tanto el pescado que lo pedía con cualquier pretexto. Su madre no comía carne porque era vegetariana. Y su padre casi nunca comía en casa de modo que no sabía realmente qué cosas le gustaban y qué no. 
Esa Navidad irían a casa de su abuelo que vivía sólo y que solía estar más dormido que despierto a causa de una enfermedad que no atinó a explicarme, no era demencia lo aclaró, pero era algo en el cerebro, estaba en silla de ruedas y de muy mal genio. Estarían también sus tíos y primas, no tenía ni un solo primo. Eso le servía de explicación para entender el por qué sus tíos no sabían nunca darle un regalo apropiado, y tampoco sus padres porque según su modo de ver los hechos,  aprendieron a ser padres con su primera hija, es decir, su hermana, y no aprendieron a ser padres para él por creer que ya lo sabían. 



A él no le gustaba el deporte porque era un poco lento para correr, no se sentía cómodo en grupo cuando había movimientos violentos de por medio, le gustaba caminar, conversar, y recortar noticias raras, o al menos eso hacíamos con el periódico de casa cuando iba por la tarde. Adoraba el sánduche de pollo y el pepito de ternera, la tortilla de patatas y por supuesto el plátano, las uvas y las naranjas. No soportaba a las niñas y de entre ellas la peor era su hermana, una niña alta y mandona. Le gustaban los libros, las libretas de notas, y sobretodo los lápices. Era muy bueno para las matemáticas, tenía una letra envidiable, no le gustaba hablar delante de los profesores pero no se callaba. Todo eso lo sabía yo y sólo habíamos sido amigos tres meses. 



Nos despedimos deseándonos una feliz Navidad con un abrazo, yo le di unas palmadas en la espalda como vi hacer al frutero al saludar con un amigo el día que fui a por uvas. Me gustó esa imagen y no desperdicié la oportunidad de repetirla y sentirme un hombre mayor. Él me devolvió las palmadas emocionado y me dijo que vendría a jugar esos días de vacaciones a lo que yo asentí. Se lo comenté a mi abuela y enseguida ella separó una bandeja para guardarle un poco de todo.



La noche buena fue espectacular, mi abuela sacó la pavita y la puso en medio de la mesa, había puré de patatas, judías verdes fritas en mantequilla, y me dejó brindar con dos dedos de sidra que me sirvió en una copa. Antes de empezar a comer me tomó de la mano y cerró los ojos, agradeció a Dios por esa cena tan americana que habíamos podido tener, pidió por mi discípulo, para que no le sepa tan mal el pescado y que vuelva con bien a visitarnos que nosotros le teníamos pavo. Mi abuela era muy graciosa y decía que tomar las cosas con humor nunca era una falta de respeto ni con Dios. Luego pidió por el alma de mis padres como lo hacía cada noche, y eso siempre fue un misterio para mí, del que no podía hacer preguntas para no ponerla triste.
Al día siguiente me levanté temprano, toda la casa olía a chocolate y a churros, corrí al nacimiento y ahí estaba mi regalo, yo había dejado escondido un regalo que tenía para mi abuela y del que ella no sospechaba nada. Cuando me escuchó salió de la cocina y fue hacia el nacimiento, estaba tan o más emocionada que yo mismo. Abrí la caja y pegue un grito, era el Palé. Inmediatamente rebusqué entre el castillo de Herodes y el inicio de la selva y saqué una caja envuelta en papel verde y se lo di. Ella se quedó mirando la caja un momento contemplando el papel, luego lo cogió y lo abrió muy despacio. Acercó la nariz a la caja y la olió, la sopesó y me preguntó:

-Es una piedra?

Yo me eché a reír gritando que no, volvió a sacudirla.

-Ábrela ya! - le rogué

Cuando por fin la abrió sus ojos brillaron, supe que le había gustado antes de oírla gritar

-Una tortuga!!!



Ese día estuvimos eligiendo el nombre apropiado, yo quería que, dado que era su tortuga, sea ella quien la bautice, pero los nombres que decía me parecía que no le hacían justicia a la pobre. 
  • Y si le ponemos Claudia? ¿Podrías pintarle un lazo rosa en el caparazón?¿seguro que come de todo? ¿cómo sabes que es hembra? ¿crees que se sentirá bien atrapada en esa caja? 
Mi abuela nunca había tenido una mascota. Según me había contado, en su época no había tiempo para esas cosas, y mi madre, al igual que mi abuelo, había sido alérgica a tantas cosas que nunca se arriesgó a meter nada en casa. Cuando se quedó viuda al poco tiempo llegué yo y ya no le hizo falta nada más.

Yo nunca le había pedido una mascota, ya tenía bastante con tener que hacer la compra e ir al colegio, limpiar mi habitación y cuidar que no se haga daño cuando se ponía en plan creativo. 
Empezaba a media noche a mover los muebles de la sala, o la cama de su habitación, decía que había que mover los muebles cuando cambiaba el sol.


En verano separaba la cama de las ventanas para que las sábanas no se calienten, ponía el sofá y las butacas del salón pegados a la pared dejando libre todo el lado del frente, según ella para que circule el aire por la noche. Además nos tirábamos al suelo frío a ver la televisión hasta muy tarde. Como yo no tenía colegio hacíamos de casa el centro vacacional.

Cuando empezaba el colegio volvía a moverlo todo, decía que había que tener una mesa dónde hacer los deberes en el salón, en el comedor, en la cocina, en su dormitorio y en mi dormitorio. Así siempre podía moverme, el deber de matemáticas en el comedor, el de historia en su habitación, el de lengua en el salón, el de música en el mío. Ella decía que de ese modo no me aburriría al hacer las tareas. Me hacía gracia la idea aunque nunca usé todas las mesas en un mismo día como ella pretendía.

En Invierno, luego de guardar todos los adornos de Navidad, ponía los muebles más cerca de la ventana para que se pongan calentitos por la tarde. Para que se bañen de sol decía. 

Y en primavera lo llenaba todo de tomates en maceta. Por lo que era la época más incómoda de circular por el piso.

Yo había cumplido los doce ese año y sentía que me estaba haciendo un hombre, ni bien terminase el bachillerato quería emprender un viaje por el mundo, vivir un tiempo en París. Mi abuela se quedaría muy sola por lo que pensé en darle una mascota con quien pueda charlar, comer y ver Bonanza en el sofá. Averigüé el tiempo de vida de los animales y la tortuga era la mejor opción de entre los más longevos. Las otras eran un erizo rojo, una ballena boreal, una almeja o un águila real. Los demás animales morían alrededor de los veinte años y a mi abuela le quedaban muchos más. 


Elegido el animal me tocaba encontrar el modo de conseguirlo y en eso me ayudó el carnicero, me ofreció que la próxima tortuga que encuentre en una de sus excursiones al río sería para mi. No hizo falta esperar tanto, a su hijo le mordió la que tenía y su mujer quiso deshacerse de ella. La tuve justo para las fiestas.

Al final del día seguía llamándose Claudia. Reina Claudia, atiné a completar.



domingo, 25 de marzo de 2012

El Camino (3ª)


Al día siguiente, en la escuela, mi amigo no se puso a medir los centímetros limítrofes que mi codo violaba, eso evitó que mi pierna se moviera y que sus útiles cayeran al suelo. Tenía curiosidad por lo que había pasado con mi abuela, no sabía si el llanto de ella era compasivo o el compasivo era él. Lo busqué en el recreo para preguntarle pero cuando estábamos juntos no me animé porque habría tenido que contarle que los vi y eso me incomodaba. Pero ya era tarde para irme de su lado, de modo que caminamos como dos solitarios por las líneas que las grietas del cemento dibujaban en el patio. Al almuerzo, vino a mi mesa y me miró y yo me hice a un lado dejándole sitio. Mis amigos me miraron inquietos, pero yo lancé una pregunta al grupo e inmediatamente olvidaron al intruso.  
-¿A quién le guste la piña? 
Todos se miraron negando con la cabeza, mientras más lo negaban más parecía que fuese malo decir que les gustaba, es más, creo que a alguno si que le gustaba, pude verle en los ojos esa luz que destella cuando escuchas algo que te gusta, y fue el último en decir que no, que era asquerosa.
-¿A quién le gusta el Plátano?
Todos a coro dijeron “A mí”
-¿Quién me puede explicar por qué lo que sería un kilo de plátanos cuesta la mitad de lo que sería medio kilo de piña?
Ese momento me di cuenta de que yo era el único que hacía la compra en la frutería, todos estaban sorprendidos pero ninguno habría podido decir el precio de un plátano por mucho que les gustara.
Entonces, el nuevo del grupo habló.
  • Porque las madres comen piñas, por eso son más caras.
Y todos asintieron con la cabeza. Yo me quedé sorprendido. Eso no me había dicho el frutero. No depende sólo de la oferta sino de quién lo demande. Si lo demanda quien decide entonces puede costar más. Yo no sabía mucho de madres pero si bastante de abuelas. Las abuelas no comen piña, ni caquis, ni granadas, ellas comen plátanos y uvas, y naranjas. Me sentí afortunado de no tener que comer a gusto de madre. Y entonces tuve otra curiosidad ¿Qué comen los padres? pero no me atreví a preguntar. No me gustaba hablar de padres en general, porque a mi no me afectaba el no tenerlos pero si notaba que al resto les ponía en una situación incómoda, de esas que provocan miraditas. Además, yo en esos temas no tenía argumentos, me sentía perdido. 
Al terminar el día fui a casa con mi nueva sombra, esa que caminaba por las hendiduras de las baldosas de la acera. Al llegar a mi portal se detuvo, y esperó a que abra, luego me dijo adiós sin esperar mi respuesta, yo la demoré porque no estaba seguro si el responderle me ataría a él de por vida. De hecho fue así. Desde ese día hasta terminar el bachillerato fuimos y volvimos juntos del colegio.
No fue tan incómodo como yo había pensado, no hablaba demasiado y si lo hacía solía tener fundamento. Le gustaba escuchar mis dudas sobre las cosas cotidianas, siempre tenía respuestas originales y lo decía un modo tal que sonaba al dictamen de un juez.

Había pasado un par de meses desde que mi sombra ya se consideraba mi amigo, y yo lo  había empezado a considerar un discípulo. Realmente era más inteligente que todos mis amigos y era el único que hacía replantearme mis conjeturas.
Se acercaban las vacaciones de Navidad y todos empezaban a pensar en la comida, la fiesta, los encuentros con primos lejanos y cercanos, los tíos favoritos y por supuesto en los regalos. Yo sólo recibiría uno, el de mi abuela y no vendría nadie a cenar con nosotros. Percibía que a mi discípulo tampoco le hacía mucha ilusión la Navidad pero no me atrevía a preguntarle el por qué, por miedo a que me devuelva la pregunta, y que eso nos meta en un tema incómodo. Me sorprendió que fuese él, quien introdujera el tema, preguntándome si comeríamos cerdo o pescado. 
Yo había estado todas las semanas de diciembre pidiéndole a mi abuela que cenemos Pavo en noche buena, y pavo calentado en Navidad, como lo hacían en las películas americanas. Le ofrecí poner el nacimiento con todas las figuras y como ella no se pronunció yo aproveché para poder chantajearla. Así, esa navidad de mis doce años tuvimos un nacimiento parecido al del ayuntamiento. Como el espacio era el límite yo crecí hacia arriba, monté cajas grandes sobre cajas más grandes y así iba ganando terrazas. El nacimiento tuvo el belén, el desierto, el castillo de Herodes, el camino de los reyes magos que vertebraba todo, la selva que estaba pegada casi a la pared y para la que pinté unos tigres que se asomaban entre la yerba. Lo hice tan grande que no pudimos ponerle luces a todo porque no alcanzaba el cable. Esas semanas los atardeceres de la ventana morían en el desierto. Mi abuela quedó tan encantada que cedió y fui triunfante a la pollería a encargar el pavo. Al final fue una pavita porque éramos sólo dos, pero como nuestra mesa de comedor también era pequeña en proporción era igual que un gran pavo americano.

domingo, 18 de marzo de 2012

El Camino (2ª)



Me sorprendió el alivio que sentí al encajar estos hechos de este modo. Sabía que usaría su método y disciplina para encontrarse, que lo armaría todo de una nueva manera y que contaría de nuevo con su querida amistad. Y entonces me di cuenta de que ese niño insoportable del sexto curso de escuela se había convertido en mi hermano.
No tuve hermanos, fui criado por mi abuela cuando murieron mis padres de quienes casi no guardo recuerdos reales. Mi abuela me dio sus recuerdos, y eran muchos más de los que mi memoria habría podido albergar como hijo de ellos. Era una mujer fuerte en dulzura y grande en generosidad que creía que yo necesitaba más gente que sea parte de mi vida, y fomentó la amistad con ese chico nervioso que me había tocado en la lotería de los puestos de la clase.


Yo nunca sentí que me faltara algo, y menos un hermano, es más, agradecía no haberlo tenido cada que debía que soportar la relación forzosa de mi compañero de pupitre. 
Cuando él delimitaba en la mesa los centímetros cuadrados que tenía que ocupar cada uno, me ponía de los nervios, y movía mi pierna haciéndola chocar con una pata, eso la sacudía toda y hacía caer los lapiceros y el sacapuntas ordenados juntos por encima de su libreta, las puntas se rompían y él se levantaba con su sacapuntas que también había caído y encima del basurero se quedaba un buen rato, ese tiempo aprovechaba yo para respirar, estirarme, sacudirme y así poder a aguantarlo otra hora más. A veces del sacapuntas se rompía ese trozo de plástico que une la estructura del orificio de entrada y evita que la cuchilla se mueva con la presión del lápiz, entonces el volvía y lo guardaba todo en su cartera. 


Por la tarde iba a mi casa, no le daba pereza caminar las cinco manzanas que nos separaban, subía al tercero b de mi edificio a que mi abuela le abra, le de leche con magdalenas y me obligue a pasar la tarde con él. No le contaba nada del sacapuntas, ni de los constantes movimientos de mi pierna que estropeaban su caligrafía, no hacía falta, cualquier castigo era menor que tener que jugar con él para alegría de mi abuela.

Como él era un buen estudiante y yo no tanto, de alguna manera, creo que por ósmosis, mis notas mejoraron. La profesora y mi abuela estaban tan contentas con la buena influencia de mi nuevo “amigo” que mi sitio en el aula se consolidó muy a mi pesar. 

Llegué a urdir un plan para romper con esta situación, pero era demasiado complicado, por lo que decidí enfrentar a mi abuela con la realidad. Esta decisión la tomé luego de una charla en la frutería, le había preguntado al dependiente el por qué unas frutas costaban más que otras no viendo yo una diferencia lógica de sabor, así, para mí, el plátano debía ser muchísimo más caro que la piña a la cual no le encontraba la gracia. Otro ejemplo, la uva, definitivamente debía ser más cara que el caqui. El dependiente me dijo que no se fijaba el precio por el sabor sino por la oferta, si hay poco es más caro que si hay mucho, da igual si es más o menos sabrosa. Ahí me di cuenta de lo que le pasaba a mi abuela con el chico este, para ella él era un bien escaso y daba igual que sea desagradable para mí. De modo que decidí explicarle esta teoría a mi abuela y prometerle traer a muchos chicos de mi clase cada semana para que se quede tranquila y deje de recibirle con mis magdalenas y mi leche. 

Llegué a casa esa tarde con la compra en una mano y las llaves en la otra, entré por la cocina, saqué la fruta y la puse expuesta en el frutero para que se vea la variedad, y así la pueda usarlas para mi explicación. Me lavé las manos con ese jabón con olor a jazmín que ella dejaba en el fregadero para que huela que la he obedecido. Sequé mis manos con ese rizo que siempre se alzaba en mitad de mi mollera y así, lamido, caminando que no marchando, busqué a mi abuela. La encontré en su habitación, mostrándole fotos a mi “Amigo”. Iba a entrar de sopetón y sacarle de ahí, me parecía una invasión que requería entrar en armas, pero entonces vi que estaban llorando y me agazapé entre las batas que colgaban del gancho de la entrada.
Se notaba que ya habían hablado de lo gordo del asunto, estaban en la etapa de consolación. Preferí no ver ni oír nada y me fui al salón, encendí la televisión para que sepan que había llegado, se sequen, se acomoden y de ser posible se despidan. Estaban dando Tarzán.

Sorprendentemente, fue así, al escuchar los ruidos del salón, salieron, se despidieron y mi abuela vino al sofá y se puso a ver Tarzán conmigo. Me trajo magdalenas con leche y me besó justo en el sitio donde habita el rizo rebelde. 

Casi abrazados, la sentía suspirar. Hice un esfuerzo por ver el reflejo de su rostro en la pantalla y constaté que no estaba viendo el programa, su mirada se escapaba hacia el atardecer, ese que se veía encima del cuarto piso del edificio de enfrente, y que secaba las sábanas de aquellos vecinos.

lunes, 12 de marzo de 2012

El Camino (1ª)


Llegó de su viaje con otra cara, entre alelada de tanta felicidad e incrédula de lo que sus propios ojos habían visto. Su mochila venía rota, sucia y menos llena de lo que sin duda se había ido.

Mi amigo tiene cerca de cincuenta años, los diez últimos ha sido francamente infeliz. Pero uno no deja de ser lo que es a pesar de la tristeza, y él ha sido, es y será un perfeccionista. Y esto no lo digo como un atributo negativo, nada más alejado de eso. Para mí es un sujeto admirable. Su deseo de perfección lo salva de ser aburrido.

Sus diez años de desgracia a los que me refiero empezaron con su matrimonio fracasado, ahí es cuando su perfecta vida termina irremediablemente, cuando deja de ser el perfectísimo marido de, el perfectísimo padre de, y se convierte en una visita molesta en su propia casa. No llegó a divorciarse, creo que él era incapaz de certificar su imperfección. Lo que hizo fue alejarse metódicamente.
Empezó saliendo de casa más temprano y llegando más tarde, eso remontó su negocio de una forma impresionante. Pero los fines de semana eran un problema. La tensión del sábado y el domingo le provocaron un ataque de ansiedad que le llevó al psiquiatra. Negado como es para aceptar que en una cápsula se encuentra la cura de una molestia, y creyendo firmemente que a él le provoca somnolencia incluso una aspirina, atendió más el objetivo del remedio que su dosificación y encontró otra vía para conseguirlo. Se convirtió en senderista. Esto hizo efecto rápidamente, y no volvió a tener otro ataque en su vida.

Lo acompañé al principio de sus pequeñas excursiones, ambos vivimos en la Sierra de Madrid. Mi único accesorio para tales fines fue un par de botas de montaña. Él, en cambio, adquirió una serie de implementos que volvían el paseo en algo parecido a la lectura de instrucciones del uso de la bicicleta. Iba desgranando los pasos, que si la postura de la cadera, que si la tela adecuada para los calzoncillos, incluso se metía con la cantidad de agua que debía beber y cada cuánto tiempo. Yo hacía como si eso me interesaba, porque sabía lo importante que era para él hacerlo bien. Y así se convirtió en menos de un año en un experto.  Dejé de acompañarle cuando encontró un grupo que organizaba este tipo de salidas por los senderos de la sierra y que entendían y compartían su emoción por el atrezo.

Mi amigo encontró un sitio en el que podía hacer las cosas del modo correcto y verificarlo al final del día. Se fue alejando de sus angustias, de su mujer, de su casa, y de sus amigos. Se fue alejando de lo que para mí era él. Su único nexo con su pasado era la realidad física y su deseo de perfección.

Además de ser amigos de infancia, éramos vecinos. Nuestras casas compartían calle. La mía estaba en un fondo de saco y la de él al principio de la calle del lado izquierdo. En su chalet el garaje estaba situado a la izquierda, de modo que para aparcarlo en batería tenía que llegar hasta mi casa, girar y volver, así entraba directamente sin tener que efectuar la maniobra dentro de su casa, de ese modo evitaba manchar la bonita baldosa de barro cocido que tapizaba su entrada. Eso era típico de él, casi lo definía. Este detalle consiguió que a pesar de la distancia que crecía entre nuestras historias, no dejemos de saludar una o dos veces al día. 


Al principio los saludos eran largos, llenos de comentarios sobre sus excursiones, con el tiempo se convirtieron en un simple ademán.
Yo me sentía culpable de esto, porque fui quien evitó las charlas sobre su nueva afición con el detalle que sólo él era capaz de contar. Pero, sinceramente, yo no lo veía en lo que él contaba. Me hablaba de lo que le ocurría a un desconocido, ese que vivía ahora en su cuerpo y se emocionaba con las experiencias en la montaña, porque eso era el nuevo término “La Montaña”.

Y así estaban las cosas cuando dejó de saludar. Dejé de verle cada mañana al pasar por su casa cuando yo iba con los chicos al colegio, dejé de verle cada tarde cuando él avanzaba al fondo de saco para dar la vuelta, simplemente dejé de verle.

Mi mujer pensaba que podía haber sucedido lo inevitable, que se hubiesen separado. Ella no mantuvo amistad con la mujer de mi amigo, nunca le gustó y ahora no tenía que soportarla. De modo que, dado que su móvil comunicaba permanentemente, sólo podíamos especular. Cuando me cansé de especular llamé a su hermana, pero ella sabía menos que yo, tampoco tenía relación con su cuñada y de su hermano sólo tenía alguna referencia sobre un viaje programado para el verano. 


Me acerqué al centro de senderismo al que se había afiliado y ahí me dieron más detalles. Me dijeron que había decidido hacer el Camino de Santiago sólo.

Con lo de “Sólo” entendí que este viaje era un viaje de vuelta, que se había dado cuenta de que ya era hora de volver a recuperar su cuerpo, que su cuerpo lo extrañaba y tenía que ir allá donde sea que creyere que andaba su espíritu para volver completo. Eso quise creer yo, que también lo extrañaba, o que era el único que lo hacía.

sábado, 3 de marzo de 2012

He (Quinta entrega, el final)



- Padre Miguel, usted es un hombre bueno, inteligente, cuerdo y creyente. Usted dice que Dios existe, que vive en nosotros. Dice, incluso en sus sermones, que lo dejemos entrar en nuestros corazones y que Él está en todas partes. A usted nadie osaría declararlo loco.  

Mi madre era una mujer hermosa, inteligente, cuerda y creyente. Decía que los demonios existen y que pueden entrar en algunos de nosotros, en los débiles, los que no tenemos ese motor de emociones dentro que nos hacen ese tipo de personas divertidas y atrayentes. Los demonios pueden entrar en las personas calmas, las que no quieren ni pueden con muchas emociones en sus cuerpos. Vasijas vacías nos llamaba mi madre. 


Pueden entrar y actuar por nosotros. Pero no nos hacen ser buenos, como Dios. Ellos son retorcidos, gozan en el dolor, se crecen con el desconcierto. 

Mi madre les temía, se sabía vacía y trataba de llenarse de Dios. Me enseñó a cuidarme, me decía que cuando crezca y empiece a pensar en lo que es la vida, en quién soy yo, cuando tome consciencia del mundo, entonces me descubriré a mi misma como soy, una vasija vacía, pero también en ese momento ellos me verán e irán a por mí, así como han ido a por ella. Que sólo fue feliz cuando me tuvo en su vientre, por nueve meses pudo estar tranquila, estaba llena de vida y que por eso me amaba tanto, por haberle enseñado lo que era la felicidad. Yo tenía seis años, pero su instrucción me abríó los ojos desde niña, yo le creí siempre.

El día de su muerte yo no había ido a la escuela, mi padre y mi madre discutieron por la mañana. Mi padre se fue de casa muy disgustado pero volvió.  Él no recuerda eso, no puede recordarlo, no era él. Entró y obligó a mi madre a tragarse todas las pastillas y le dijo que a su vuelta esperaba verla muerta y luego me miró y se echó a reír. 
Mi madre me abrazó y me llevó con ella a su cama, me dijo que había llegado el momento de despedirnos. Me abrazó. Yo le pregunté si le dolía y lo negó, dijo que así tenía que ser, que los demonios se quedarían satisfechos y no me harían daño. Que en su momento irían por mi padre y que cuando él muera yo debía huir, alejarme de todos los que me conozcan, porque tras mi padre irían a por mí. Que yo cerraba su juego. 
Me abrazó muy fuerte para sentirme hasta el último momento, me dijo que nunca olvide que los demonios están en todas partes pero, al final, si podemos evitar que nos posean en vida podremos volveremos a reunir en el cielo. 

Padre, me van a matar, ya lo sé, no quiero huir, no tengo fuerzas. Prefiero estar aquí, donde no puedo hacer daño a nadie y donde me tienen más a mano, que acaben pronto sería lo mejor. Así, mi alma limpia podrá ir con mi madre. 
Nunca quise ver a mi padre porque no era él. Y su carta es la prueba de ello, ahí no me habla él, me hablan los demonios que tenía dentro y me advierten que vienen a por mí. Ya estoy aquí, encerrada, si cuento esto a alguien ¿qué puede cambiar?

Usted mismo ¿acaso me cree? 

Hector me aborrecerá, con lo racional que es, cómo va a poder entenderme. 

Pero soy yo quien debería exigir una explicación a todos. 
¿Cómo aceptan a Dios sin cuestionar su cordura y sin embargo no pueden aceptar del mismo modo a los demonios?

Dios les sirve para paliar sus miedos, los demonios en cambio sólo los alimentan, es el miedo el que los hace ciegos y es por esa ceguera que ellos pueden jugar con nosotros. 

¡Que jueguen pues!

Yo creo que hice bien en callar, en ni siquiera intentar advertir de esto a mis hijos, y ellos no me quieren, ni admiran, ni respetan, soy la pobre madre nerviosa, la rara que nunca sale y que le teme a todos los extraños. 
Puede que eso sea lo mejor, que nunca se enteren de esto, así, su propia ignorancia los protegerá. Además, salieron a su padre, vasijas hermosas y llenas. Ninguno de los tres corre peligro, algún día nos reuniremos en el cielo.



Miguel se quedó callado, veía una lógica muy clara en lo que María le decía, no encontraba contradicciones en todo su discurso, ni siquiera temor. Había una aceptación de un destino no buscado ni merecido. Incluso había esperanza en el reencuentro en una vida futura. Estaba claro que todo eso era producto de haber crecido en un hogar tan desequilibrado. Ella había encontrado el modo de darle sentido a todo en su historia y está claro que este era el único modo que hacía que todo sea creíble. Se quedó en oración un momento y luego, cuando un enfermero iba con la medicina él aprovechó para ir a por un café. Al subir se topó con Héctor que llegaba en el ascensor y lo llevó a la sala para hablar con él y darle consuelo. No había pasado mucho tiempo cuando se escuchó una carrera de enfermeros y médicos por el pasillo. María había robado unas tijeras al enfermero y se había suicidado. 

- Al final, terminó su vida como su madre.- Dijo Miguel.
- No Padre, al final terminó con la mía.- Contestó Hector.


domingo, 26 de febrero de 2012

HE (cuarta entrega)



IV

María estaba sentada en un sillón celeste intenso junto a un sofá amarillo descolorido, un olor a amoníaco salía del baño. El sillón estaba girado hacia la ventana para que su mirada perdida se moviera por el horizonte. 


Miguel se acercó y se sentó en el filo del sofá. Respiró como quien bebe agua y dijo:
  • María, soy Miguel, he venido porque recibí la carta de tu padre.
María se giró, lo miró y parecía que todo el tiempo que lo hacía le costaba el oxígeno de sus pulmones. Cuando estaba a punto de ahogarse tomó aire sin abrir la boca y sus ojos que peleaban por mantenerse fijos en los del Padre empezaron a llorar.

Miguel la abrazó, la apretó queriendo sacarle todo el miedo del cuerpo.

- María, he leído la carta y sabes que nos la ha mandado a ambos. No hace falta que me cuentes nada, ni que lo expliques, yo sólo he venido a consolarte, a darte fuerzas y si acaso a ayudarte a comprender a tu padre y lo que le ha llevado a escribir todo eso. Tu sabes que él no estaba bien, la medicación para sobrellevar su estado mental, luego el cáncer, todo eso ha hecho que él arme esa locura como explicación a todo lo que no pudo entender. Tienes que ser fuerte, sobreponerte a esto y volver a tu vida.

María se había calmado, se soltó del abrazo y miró al Padre a los ojos, esta vez su mirada ya no estaba cuajada de lágrimas y miedo, había algo parecido a la resignación.
  • Ha leído la carta Padre, pero no ha entendido nada.



Héctor rebuscaba en el salón, había encontrado a María ahí mismo, con la mirada perdida, y si hubiese tenido la carta en sus manos él la habría visto, ella no se había movido de la entrada, tenía que haberla leído ahí. Recordó que Boss estaba lamiéndole la cara cuando él entró, corrió por todo el piso buscando papeles rotos en el suelo pero no había nada, Boss no era de esos. 
Entró en la habitación, por si ella hubiese leído la carta ahí pero no había rastro de carta, papel o sobre. Decidió pensar como lo habría hecho María. 

La carta no debe haber llegado al buzón porque María no bajaba al buzón sino él. La carta tiene que haber sido certificada, tendría que haber dejado subir al cartero, ella se habría puesto nerviosa y habría cerrado todas las puertas, se habría cerciorado de que era el cartero de siempre o le habría hecho meter la carta por debajo de la puerta, en cualquier caso se habría ido enseguida de la entrada hacia la cocina y la habría leído ahí. Corrió a la cocina pero no había nada, ni siquiera la silla estaba retirada de la mesa para sentarse. La debe haber leído en la entrada, pensó, en la silla de respeto junto al reloj, ahí donde la encontró sentada, pero ahí ya había buscado, incluso debajo de los muebles. 

Miró el reloj, estaba parado ¿Cuánto tiempo había pasado desde que llevó a María al hospital?  Iba a darle cuerda pero se frenó, su vida se había frenado, no le daría cuerda hasta que ella volviera. 
¿Qué podía decir esa carta, qué cosas del pasado, quién era su padre y cómo pudo hacerle tanto daño? Héctor se negaba a culpar a María de nada, pero tampoco podía dejar de ser racional. Todo tiene un orden, no lo vemos pero ese orden existe. Y entonces pensó en los pasos que dio él al llegar aquel día, la tomó en sus brazos, la llevó al dormitorio, le puso el pijama y la acostó, al día siguiente la vistió para llevarla a la iglesia  ¡El delantal! 
Fue corriendo al dormitorio y buscó entre su ropa que aún estaba tirada en la descalzadora, ahí, casi fuera del bolsillo estaba la carta.

La cogió y salió hacia la entrada con el estómago hecho un puño, se sentó, se puso las gafas y   empezó a leerla.



Querida María:

Te escribo esta carta con la certeza de que no nos volveremos a ver. He rogado al Padre Miguel que te traiga pero tú no has querido. Él no entiende el motivo, yo si. Sé por qué no has venido y eso me hace ver que sigues pensando en que las locuras de tu madre son ciertas y eso me da miedo. 
Las cosas que pasaron cuando tu madre vivía creía que las habrías olvidado, eras muy pequeña, que sólo recordabas las frases que te hacía repetir y que no entendías, pero repetías obedientemente. Yo se que esto que viviste te ha marcado, pero también creo que algo en ti no está bien, nunca lo estuvo. 
Las enfermedades mentales se heredan, incluso creo que se contagian, yo mismo puedo servir de ejemplo. Tu madre me enloqueció, me llevó al desequilibrio y sólo estando en este hospital he vuelto a encontrar tranquilidad. Pero tú María, tú tenías cosas muy raras desde niña, esa compenetración con tu madre no era normal. Alimentabas sus ideas delirantes, le seguías el juego aún cuando yo te explicaba que no debías hacerlo. 
He tratado todos estos años de entender lo que pasó ese día, el día en que tu madre murió. María, tu le diste las pastillas, ella no sabía dónde yo las guardaba, las escondía para evitar un suicidio y tú lo sabías, sabías que nunca había que mostrarle a mamá dónde estaban, que eso la mataría. Yo llegué y te encontré feliz, dormida, abrazada a tu madre muerta. 
María, estaba fría y muerta, había vomito en la cama, había convulsionado, y tu estabas ahí y dormías feliz. Eso no es normal María.
¿Recuerdas lo que me dijiste cuando entré y te pregunté qué habías hecho? ¿Lo recuerdas María? Yo sí que lo recuerdo, lo tengo grabado en mi memoria. Me dijiste que no habías sido tú, que vino un hombre a entregar la fruta, que no era el de siempre, era uno que traía un demonio dentro, y que ese demonio entró en ti y te hizo darle las pastillas a tu madre y que cuando se aseguró de que estaba muerta hizo que abrieras la ventana y se metió en una paloma que salió volando. Eso fue lo que me dijiste María y yo no pude con ello, me volví loco. 
Tardé un año en recuperarme y pensé que seguramente tu madre te dijo todo eso, que ella te convenció de que le digas dónde estaba su medicación, y que luego te dijo lo que quería que pienses.
Agarrarme a eso me dio fuerzas para volver y hacerme cargo de ti. Pero fue muy duro María, porque yo iba descubriendo cómo todos los síntomas de la locura de tu madre anidaban en ti. Unas veces eras buena conmigo, otras te temía. Diez años viví para ti, te cuide, me llenaba la cabeza de trabajo para no pensar, para no volverme loco. Me cansé María, pensé que si seguía contigo pasaría algo muy malo, o tú me harías daño o te lo haría yo y por eso me fui. 
He seguido tu vida, te iba mejor sin mí. Vi tu confirmación, así conocí al Padre Miguel, él me ha  ayudado mucho, ha tratado de darme consuelo aunque el pobre no sabe que esto no lo tiene.
Me convenció de que eras feliz, tu marido y tus hijos te llenaban. Te llenaban María, te llenaban.
Cuando me dijeron que tenía cáncer y que no tenía ninguna esperanza, te busqué, y al ver que no querías verme me di cuenta de que el Padre Miguel estaba engañado. Tu seguías con tus locuras, esas donde los demonios entran y salen de la gente vacía, esa locura que te hace vivir encerrada y temerosa. 
¿Qué pasa María? ¿Por eso no quieres ver a tu padre en su lecho de muerte? 
¡Claro que es por eso! No has cambiado nada, si es posible estás aún más loca que tu madre, al menos ella no mató a nadie.
Estoy seguro de que ahora no puedes esconderte de quién eres.
Te escribo esta carta sabiendo que no le hablo a una niña indefensa, sino a alguien que es una amenaza. La escribo con la esperanza de que esa madre que has sido para los tuyos sepa protegerlos de tus demonios.
Tu marido debería saber el peligro que corren sus hijos, él mismo, o cualquiera que tu mente enferma convierta en un portador de demonios y entonces de nuevo no serás tú quien empuje a alguien, quien dé un veneno, no. Tu siempre dirás que un demonio entró en ti, y luego te echaras a dormir una siesta. 
Ahora María ¿Qué harás? ¿Tu marido sabe lo que tienes dentro? Tu madre sí me lo decía, pero tú eres más lista, tú manipulas a los que te rodean para que crean que tus motivos son otros. La débil María. La pobre María huérfana, porque sé que para todos yo estoy muerto. Eso has dicho, y eso es lo que siempre has querido. Pero no María, yo aún estoy vivo y puedo escribir estas cartas. Una para ti y otra para el Padre Miguel, él tiene derecho a saberlo todo. Tu marido también lo tiene pero él no es cosa mía. 
Yo tenía que advertirte, tenía que despertarte, alguien tiene que hacerlo.
No tengo posibilidades de sobrevivir para ver tu reacción, o la de tu marido si lee esta carta. ¿Qué dirás María? ¿Negarás que los demonios están buscándote?



Boss estaba junto al reloj mirando su correa de paseo que colgaba detrás de la puerta del recibidor, Héctor lo vio, había que sacarlo a dar una vuelta antes de que pudiese ir al hospital. 



domingo, 19 de febrero de 2012

"HE" (Tercera entrega)


-III-
El taxi aparcó cerca de la entrada del Hospital de la Paz. Miguel bajó sin prisas. Estaba cansado. No había dormido. Pero lo que realmente le tenía ofuscado era María. 
Encontró a Hector en la sala de espera de la planta psiquiátrica. Habían pasado más de cinco años sin tener noticias de María. LLevaba tres años destinado en África. Sentía que había pasado toda una vida. En cuanto vio a María fue como si todo hubiese sucedido ayer.
Miguel aún tenía en su memoria la imagen de María, quien con dieciséis años, se le acercó y le dijo: Padre, quiero ser monja. 
Por entonces él era un joven sacerdote, encargado de la preparación a la confirmación en la parroquia del Perpetuo Socorro. 
Miguel se sorprendió, no tanto por lo que le dijo María, sino porque en todas las reuniones que había tenido, nunca le había escuchado pronunciar una sola palabra. Y no queriendo asustar más, a una chica tan tímida, empezó diciendo que podían hablar de los sentimientos que tenía ella, y que le llevaban a pensar en dedicar su vida al servicio de Dios. 
Hablaron sobre la vocación, y los distintos caminos que podía tomar, pero como ella mostraba una dificultad grande para expresar lo que tenía dentro, él le tranquilizo diciendo que no tenía que resolverlo todo en un día. Y así, tras cada reunión de catequesis, se quedaban charlando por largo rato. 
María, tras dos años de preparación, y con la confirmación a la vista, había llegado a la conclusión de que no tenía lo que se necesitaba para vivir la vida al servicio de Dios. Le faltaba fortaleza de carácter y seguridad en sus ideas. 
Ella,  que pensaba que ese era el refugio ideal, entendió que aquello podría ser peor. Y decidió, que terminado el colegio, no iría a la universidad. Se dedicaría a vivir una vida pacífica en su casa, donde tenía todo bajo control.
Miguel, en esos dos años conociendo a María, llegó a la conclusión de que era una chica muy frágil. Con un temor que la paralizaba. Tenía miedo de volverse loca. 
Según lo que María contó a Miguel, a lo largo de esos años, su madre había vivido deprimida casi toda su corta vida. Con tan solo treinta y cuatro años, se suicidó.  María, que entonces tenía seis años, la encontró en la cama, y pensando que dormía, se acurrucó a su lado hasta que llegó su padre. Fue entonces cuando el horror apareció en su vida. Su padre tenía un carácter muy violento. Y cuando vio a su mujer sin vida, enloqueció. Los gritos hicieron que los vecinos llamaran a la policía, y ésta se lo llevó. 
Al no tener parientes vivos, y cuerdos, María terminó viviendo un año en un centro de acogida. Al año, su padre volvió, y regresaron a su casa. La vida desde entonces fue un rito casi mecánico. Todo estaba programado en un tablón en la cocina. Su padre lo rehacía cada domingo. Sólo entonces María podía verle sonreír. Rellenaba cada recuadro mientras repetía lo que debía ocurrir en ese lapso. 
  • Desayunaremos a las ocho y luego te llevaré al colegio. Volveré a casa a revisar el correo. Trabajaré en mi despacho y enviaré los proyectos. Tomaré el medicamento e iré a recogerte -contaba María a Miguel, repitiendo la frase de memoria, como quien lo ha oído cientos de veces.
María vivía con temor el descontrol de su padre. Aunque tenían una situación económica holgada, fruto de las herencias de ambos progenitores, ese supuesto trabajo en sus proyectos, más que calmarle, muchas veces lo aceleraban. 
Solía llegar, a las puertas del colegio, sudoroso y hablando de forma nerviosa. Repetía una palabra en la que parecía haberse quedado atascado. Luego eso le enfadaba. 
Un día, el padre no pudo aguantar más esos atascos, y desapareció. María tenía entonces dieciséis años, y fue cuando Miguel la conoció.
El día de la confirmación había llegado. Miguel estaba contento, todo había quedado muy bien. Al salir un hombre se le acercó, y le pidió con urgencia que le confiese. Volvió a entrar en la iglesia, y ahí atendió al hombre, que se presentó como Bruno Parodi, padre de María.
Miguel guardó silencio un momento, y decidió confesarlo sin hacer preguntas. Bruno tenía un semblante muy afligido, estaba delgado y las manos le temblaban, aunque él se afanaba en sujetarlas entre sí. Parecía estar viviendo una vida ordenada,  porque iba limpio y bien vestido. Y aunque se agitaba, él mismo hacía serios esfuerzos por controlarse. Daba la impresión de estar haciendo algún ejercicio mental aprendido, que por cierto, funcionaba.
Bruno no quería decir nada hasta estar seguro de que todo estaba bajo el secreto de la confesión. Empezó diciendo, que él no mató a su mujer, pero tenía miedo de matar a su hija. Ese miedo le hizo huir de ella. Pero no quería que ella lleve el peso de tener que visitar a su padre loco, en el psiquiátrico, y por eso no le dijo dónde estaría. 
Miguel trataba de llevar la confesión sin que Bruno se altere. Le preguntó si seguía un tratamiento con fármacos, y Bruno le dijo que sí. Pero, que tenía miedo de que su hija vuelva a matar. Miguel se alarmó, y le preguntó si se refería a la muerte de su mujer, Bruno asintió con la cabeza, y luego soltó un sí, con la voz quebrada. Miguel le dijo, que tenía entendido, que su mujer se había suicidado. Bruno negó con la cabeza, y luego dijo: no.
Miguel no podía comprender qué le había llevado a Bruno a ir a la iglesia, y presenciar la confirmación de su hija, para luego buscarlo a él, y decirle esto, que sin duda sería el delirio de un esquizofrénico certificado.
Miguel le preguntó si era consciente de que se estaba confesando ante Dios, y que nada de lo que dijese ahí lo sabría nadie más. Pero que la verdad es algo muy distinto de las conjeturas. Decir que su hija mató a su madre era algo muy serio, y a menos que él tenga alguna prueba de que eso fue así, debería pensarse mejor las explicaciones que se da a un hecho, que es en sí mismo, algo incomprensible.
Bruno se puso pálido, y se levantó del reclinatorio. Miguel salió, y lo vio llorando. 
  • Acuérdese siempre de mi  -le dijo Bruno, mientras le dejaba en la mano un papel con las señas del hospital donde vivía recluido voluntariamente, y se fue.
Desde entonces, Miguel visitaba a menudo el centro psiquiátrico, donde Bruno continuaba repitiendo aquella primera confesión, lo hacía en el mismo orden y con las mismas palabras.
Miguel llegó a entender, que aquella confesión no era realmente una confesión, sino una repetición compulsiva de su mente. Algo dentro de la mente de Bruno, estaba
buscando una salida.
Cuando Miguel volvió a encontrarse con María, habían pasado unos cuántos años. Él volvía a su antigua parroquia y ella estaba casada y con tres críos. La chica que en su día quería esconderse en unos hábitos, era ahora una madre feliz. O lo fue, hasta el día en que Miguel tuvo que decirle a María que su padre quería verla.
No reaccionó bien a la noticia. Ella había hecho de cuenta que su padre había muerto. Miguel le contó que su padre vivía en una institución psiquiátrica, desde que se fue de su casa. Le contó a María el encuentro con él al acabar la confirmación, y todo lo que Bruno le había permitido contar. Todo menos la confesión. Pero Bruno estaba enfermo, un cáncer le estaba ganando la batalla, y eso le había decidido a buscarla.
María nunca dijo nada a Miguel. A veces, al acabar la confesión, Miguel le preguntaba  si quería ir a verle, incluso se ofrecía a ir con ella. Pero María se persignaba y se iba a sentar al banco, a escuchar la misa.  Así siguieron hasta que María dejo de ir.
Al poco tiempo Miguel volvió a África, pero nunca dejó de visitar a Bruno, en sus breves estancias en Madrid. Bruno aguantó bien la quimioterapia. Vivió mucho más de lo esperado. Un día en que Miguel recibía el correo de Madrid,  encontró una carta del sanatorio donde vivía bruno, ahí se enteró de que Bruno había muerto una semana atrás. 
Le contaron que murió tranquilo y que lo único que pidió es que se echaran al correo dos cartas. Una era la que le había llegado a Miguel. La otra era para María. 
Tenía previsto estar en Madrid en dos semanas. Lo primero que iba a hacer al llegar, sería ir a ver a María. Necesitaba saber, si lo que escribió Bruno para él, se lo había escrito también a ella, y temía que María no pudiese con ello. Cuando el padre Enrique, le dio el mensaje de Hector y le contó cómo vio a María, el alma se le fue al piso. 
Debía encontrar esa carta. Y fue lo primero que le pidió a Hector.
  • Héctor, creo que se lo que ha provocado esta reacción en tu mujer, no me pidas que te lo explique porque me obliga el secreto de confesión, sólo decirte que no tiene que ver con el presente de María, todo esto viene de muy atrás.  ¿El padre de María se puso alguna vez en contacto contigo en estos años?
Hector no sabía siquiera que su padre vivía, y ahora sentía que estaba más perdido que antes. Ese espíritu etéreo que le atribuía a su mujer, esa pena permanente, la melancolía que la hacía más bella ¿tenía un origen real? ¿Aquel silencio, aquella mirada perdida, estaba puesta en coordenadas terrestres? ¿Eso que la robaba tenía nombre y apellido? ¿María, su María, le había mentido todos estos años?
  • No Padre, nunca se puso en contacto conmigo.
          -¿Habéis recibido una carta hace un par de semanas?
  • No lo sé, con todo esto no he revisado el correo.
           - Pues ve ahora mismo y trae toda carta extraña que veas, puede estar firmada por Bruno Parodi, ese es el padre de María. Ha estado internado en un centro psiquiátrico desde que María cumplió los dieciséis.
- Iré ahora mismo Padre.
            - Ve hijo, ve, yo estaré con María.