Memorias

Con el tiempo el recuerdo es menos y la sensación es más.

lunes, 30 de abril de 2012

El camino (8º)

Por el camino, mi discípulo no creyente me tentó.

Teníamos una hora para pasear en domingo, comer churros recién hechos, y tomar café, él invitaba. 

Era imposible resistirme y no tanto a los churros como al estar los dos tomando café un domingo como si fuésemos mayores. 

Lo hicimos y al terminar nos dirigimos hacia un callejón, ahí él sacó una cajetilla de Celtas Cortos. 
Escondidos, frente a frente para tapar el viento que entraba por el callejón, encendió el pitillo como un experto, le dio una calada y creo que sus pupilas se relajaron y dejaron salir la luz de dentro. Sonrió. 

Cuando me tocó a mi  lo hice torpemente, lo metí en mi boca, aspiré y un ardor entró por la garganta y salió por los ojos, inmediatamente empecé a toser y a ahogarme, tiré el pitillo al suelo y cuando mi discípulo se lanzó a cogerlo, un pie lo aplastó. Un pie rollizo metido en un zapato negro y cubierto por unas medias tan apretadas que parecían a punto de rasgarse y dejar escapar la grasa de dentro. 

Levantamos los ojos y vimos a una mujer vestida de negro cerrado. “La misa ha terminado” -dijo- y se dio media vuelta.

Corrimos como alma que se lleva el diablo, pasamos por en medio del parque y casi saliendo de él mi discípulo que iba atrás mío perdió el equilibrio por el lodo resbaloso y agarrándose de mi camisa y hizo que ambos cayésemos de bruces en el fango. 

Llegamos maltrechos a casa, mi abuela nos ordenó meternos con todo y ropa en la ducha, dijo que olíamos a una mezcla de basurero, tierra y colillas de cigarrillo. 

Siempre me llamo la atención la habilidad de su nariz que a la postre tuvo que acostumbrarse al olor del Celtas y luego del Fortuna, un aroma que hasta el día de hoy me precede, no así mi fe que se quedó por el camino.


lunes, 23 de abril de 2012

El Camino (7ª)


Verle tan enlodado me recordó lo poco católico que era, detestaba ir a misa, yo también pero no por el sermón y la comunión, porque yo si que creía, mis padres habían muerto pero estaban en el cielo, y no se habían convertido en energía, ni transformado en un árbol, ellos seguían siendo ellos, y seguían acordándose de mi y de mi abuela, lo que no me gustaba en absoluto era levantarme temprano en domingo. 

A él le encantaba salir de su casa, y si podía usar el pretexto de la misa en domingo, la de la primera hora, a la que íbamos mi abuela y yo, lo usaba. Le dejaban venir porque sabían que iría a misa y que mi abuela lo atendería bien. A mi abuela le encantaba que nos acompañe, nos tomaba a cada uno de una mano y así rezaba todo el tiempo que el sacerdote hablaba.

Yo sí que escuchaba el sermón, me gustaba encontrar algún sentido a mi existencia. ¿Por qué estaba viviendo así, con mi abuela? ¿Por qué no morí en el accidente con mis padres? ¿Por qué tenía ahora un hermano? Creía que había un mensaje cifrado en cada sermón y que era mi deber ir encontrando los fragmentos hasta conseguir por fin el sentido completo. Pero él no creía en nada de eso, yo sospechaba que tanto le disgustaba su familia que no quería estar atado a ella más allá de esta vida. Pero sí atendía el sermón porque luego nos poníamos a darle distintas interpretaciones, hasta que encontrábamos algo que ni él ni yo podíamos rebatir y a eso la llamábamos “una verdad” y la anotábamos. Teníamos un montón de verdades con las que debíamos intentar esbozar la imagen de mi rompecabezas personal. Muchas veces él no estaba de acuerdo con alguna de estas verdades pero si no podía rebatirla el tenía una frase para claudicar “Cuando no da más mi  razón me someto a la tuya” , pocas veces se lo escuché decir. Yo, sin embargo, si que la usé todas las veces en que no podía darle argumentos lógicos a mi fe ciega. Pero mi fe seguía intacta, creía que todo era cuestión de tiempo, algún día llegaría a acumular una cantidad de misas suficientes para completar mi rompecabezas de verdades.

Y ocurrió que, un domingo de mayo en que mi abuela sufría un fuerte resfriado y nosotros teníamos trece años, nos dejó ir solos a misa. Había estado lloviendo y no quería enfriarse, decía que los viejos se mueren siempre de gripe. Iba a preparar un cocido para comer y también haría torrijas. Nos despedimos y nos fuimos.

lunes, 16 de abril de 2012

El Camino (6º)


Capítulo 2
  • ¿Quieres una Cerveza?¿un vaso de agua? ¿un plátano? 
     
     - No, dame una naranja.
Mientras iba a por un plato, un cuchillo y una naranja mi pecho estaba explotándome, no quería mostrarme nervioso, ni ansioso por saber dónde había estado ni por qué se había ido de ese modo. Temía que al preguntarle por todas esas cosas terminemos en uno de esos momentos extraños en los que no sabes si abrazar o disimular. De modo que me centré en pelar la naranja. Para que la coma tranquilo. 
Su voz y sus gestos me hacían pensar que lo que sea que hubiese hecho había sido bueno para él, pero el que esté todo lleno de lodo, como si lo acabaran de sacar de un documental de Nathional Geographic, me mosqueaba.
Vi como comía la naranja, lo hacía tan lento que me recordó al modo de comer de Reina Claudia.
  • Comes como Reina Claudia - le dije
Sonrió y siguió disfrutando la naranja, como si no tuviese nada que contarme, como si ya yo lo supiera todo. 
  • ¿Quieres que te pele otra?

  • No, ahora si te acepto el plátano.
El plátano se lo entregué tal cual, como se entregan los plátanos entre amigos. Y debió ser eso lo que me animó a preguntar.
-¿Dónde has estado todos estos meses? ¿llegaste a Santiago? ¿estás ahora en tu casa? ¿por qué no me contaste tus planes? ¿Sabes que me has tenido preocupado?
Me di cuenta de que había hecho justo lo que no quería, lanzarle una metralla de preguntas. Ahora no me quedaba más remedio que esperar a que desgrane cada una de sus respuestas, de modo que tomé la fuente de la fruta, la puse sobre la mesa y empecé a comerme las uvas de cuatro en cuatro.
Terminó su naranja, dejó el plato en la pila, se lavó las manos y la cara, arrancó un trozo de papel de cocina y fue empapándolo con su humedad. Alzó las cejas mirando el trozo de papel que había quedado color marrón, y dijo:
  • Creo que antes de empezar a contártelo todo he de darme una ducha. Y no, no he ido a casa aún. ¿Me dejas tu baño y me prestas algo de ropa? No quiero aparecer de este modo delante de mis hijos, ni de los tuyos. Pensarán que he escapado de un zulo en el que he estado prisionero todos estos meses, y nada más alejado de la realidad.
Y con un gesto nuevo, una especie de medio sonrisa combinada con el levantamiento de la ceja contraria a la comisura del labio sonreído, caminó hacia el baño de la piscina. Menos mal.

domingo, 8 de abril de 2012

El camino (5º)


Mi discípulo apareció por la puerta el 28 de diciembre a las diez de la mañana, trajo dos máscaras. Mi abuela había hecho masapanes de almendra y polvorones que yo desayunaba con una taza de leche tibia. Se sentó y empezó a contarnos de dónde había sacado esas máscaras. Una no sabíamos lo qué era, pero asustaba. La otra era un hombre llorando. O un fantasma llorando, no supimos bien. Dijo que las había encontrado en el desván de su abuelo mientras jugaba con sus primas, entre unos baúles  llenos de ropa vieja había encontrado ese botín. Como las niñas se habían asustado y echado a correr el pudo esconderlas bajo su camisa y sujetarlas con el cinturón.
Mi abuela le preguntó si había desayunado y dijo que no. Le pasó una taza de leche tibia y se llenó de polvorones la boca, tanto que cuando quiso decir que estaban riquísimas se formó una nube a su alrededor. Terminamos de desayunar y le mostré mi Palé, y a la Reina Claudia ante la cual hizo una reverencia. Decidimos salir con las máscaras a la calle y luego de comer Pavo calentado quedarnos toda la tarde jugando el Palé.
Jugamos al Palé toda la semana, hacíamos que la Reina Claudia moviese las fichas. Mi abuela estaba más que contenta, por fin tenía ruido en casa. Yo también estaba contento, pero me seguían inquietando dos cuestiones. La primera de ellas era no saber lo que había hecho que él y mi abuela llorasen aquél día. Y la segunda, menos importante pero no menos recurrente era ¿qué fruta comían los padres?
Me había imaginado que un padre debía comer plátano, primero por estar más bueno, porque no costaban mucho y porque no tenía pepitas. Un padre tenía que tener ese tipo de razonamiento para decidir sobre la fruta. No me imaginaba a un padre comiendo granadas, con tanta pepita y tan poca comida. O piñas, en general no me lo imaginaba comiendo frutas que manchen o tengan una innecesaria incomodidad, habiendo plátano claro está. También podía comer naranjas, porque se las pasarían peladas y troceadas a la mesa. No me lo imaginaba comiendo uvas, por tener la boca más grande, a menos que se las comiese de cuatro en cuatro y escupiera las pepitas. Pero no sabía como introducir ninguno de esos dos temas de forma casual.
Increíblemente fue Reina Claudia la que me dio la oportunidad de hablar de frutas y padres. Estábamos jugando al Palé cuando mi discípulo me preguntó por qué le habíamos puesto ese nombre, si ella más parecía una chirimoya. Eso me hizo reír a carcajadas y le dije, es verdad, y mi abuela parece un plátano, y el se rió y dijo, es cierto, es buena, suave y con el pelo amarillo, y echamos a reír los dos. Luego él siguió sólo, a su hermana la comparó con una piña, redonda y con espinas, a su madre con un pepino, siempre poniendo verde a su padre. Y ahí dije yo:
  • y tu padre ¿qué fruta come?
Realmente no venía a cuento pero o lo preguntaba entonces o nunca. Entonces él se quedó pensando un tiempo largo, parecía que iba a contestar y se lo volvía a pensar hasta que dijo:
  • Naranjas, si, come naranjas
Yo sonreí, y estaba seguro de que me habían brillado los ojos.


miércoles, 4 de abril de 2012

Un ángel



Esta mañana fui corriendo al kiosko a por el periódico, alguien tuvo que escribir sobre ti. No debí de ser la única persona que te vio, que te siguió, que te habló. Y tu te fuiste de largo. Estabas aquí para algo más importante que mi amor, ese que seguro no tiene sentido para un ángel.
En la Castellana, cuando iba a cruzar hacia Goya te vi, estabas justo en la esquina, al principio imaginé que eras extranjero y que seguro irías al Hard Rock. Pensé ¿cuándo en tu vida vas a volver a ver a un hombre tan perfecto? Parecías perdido. Me acerqué y te hablé en inglés, tu me miraste unos segundos como quien ve lo que quiere hacer un gato en el capó de un coche, si, yo quería tu calor. No sé si lo entendiste y pasaste de eso con tu sonrisa o si ni siquiera supiste que te deseaba, da igual, seguiste de largo.
Perdí la poca vergüenza que me quedaba y me puse a tu lado, me di cuenta de tus piernas por tus largas zancadas y de que no usabas calzoncillos por ese movimiento bajo el suelto pantalón. Tu seguías buscando algo, sin prisa pero sin pausa. 
Te tomé de la mano, eras tibio, eso era perfecto. Imaginaba mis pies buscando tu calor bajo las sábanas. Tenías poco bello o ninguno, eso te lo podía perdonar, lo compensaban de sobra tus anchas espaldas. Como no te soltaste de mi mano me agarré a tu cintura, tu cadera me llegaba a la costilla flotante. No podía evitar imaginarme a horcajadas sobre ti. Decidí poner tu brazo en mi pecho, así al caminar tu mano me rozaba. 
No se por qué no parabas tu andar ¿dónde ibas tan directamente distraído? 
Ni me di cuenta de cuánto habíamos caminado hasta que llegamos al lago en el retiro, saltaste el muro que nos separaba del lago y te sumergiste en él. Me dio asco y me fui.

domingo, 1 de abril de 2012

El Camino (4ª)



De modo que ante la pregunta de mi discípulo yo respondí feliz que no comeríamos ni cerdo ni pescado, que comeríamos pavo, como lo hacían los americanos. El sonrió, le brillaron los ojos, y a continuación empezó a quejarse de su suerte. 
Resulta que odiaba el pescado, de cualquier tipo, pero si había una forma de hacerlo más insoportable a su paladar era al horno. A a su hermana le gustaba tanto el pescado que lo pedía con cualquier pretexto. Su madre no comía carne porque era vegetariana. Y su padre casi nunca comía en casa de modo que no sabía realmente qué cosas le gustaban y qué no. 
Esa Navidad irían a casa de su abuelo que vivía sólo y que solía estar más dormido que despierto a causa de una enfermedad que no atinó a explicarme, no era demencia lo aclaró, pero era algo en el cerebro, estaba en silla de ruedas y de muy mal genio. Estarían también sus tíos y primas, no tenía ni un solo primo. Eso le servía de explicación para entender el por qué sus tíos no sabían nunca darle un regalo apropiado, y tampoco sus padres porque según su modo de ver los hechos,  aprendieron a ser padres con su primera hija, es decir, su hermana, y no aprendieron a ser padres para él por creer que ya lo sabían. 



A él no le gustaba el deporte porque era un poco lento para correr, no se sentía cómodo en grupo cuando había movimientos violentos de por medio, le gustaba caminar, conversar, y recortar noticias raras, o al menos eso hacíamos con el periódico de casa cuando iba por la tarde. Adoraba el sánduche de pollo y el pepito de ternera, la tortilla de patatas y por supuesto el plátano, las uvas y las naranjas. No soportaba a las niñas y de entre ellas la peor era su hermana, una niña alta y mandona. Le gustaban los libros, las libretas de notas, y sobretodo los lápices. Era muy bueno para las matemáticas, tenía una letra envidiable, no le gustaba hablar delante de los profesores pero no se callaba. Todo eso lo sabía yo y sólo habíamos sido amigos tres meses. 



Nos despedimos deseándonos una feliz Navidad con un abrazo, yo le di unas palmadas en la espalda como vi hacer al frutero al saludar con un amigo el día que fui a por uvas. Me gustó esa imagen y no desperdicié la oportunidad de repetirla y sentirme un hombre mayor. Él me devolvió las palmadas emocionado y me dijo que vendría a jugar esos días de vacaciones a lo que yo asentí. Se lo comenté a mi abuela y enseguida ella separó una bandeja para guardarle un poco de todo.



La noche buena fue espectacular, mi abuela sacó la pavita y la puso en medio de la mesa, había puré de patatas, judías verdes fritas en mantequilla, y me dejó brindar con dos dedos de sidra que me sirvió en una copa. Antes de empezar a comer me tomó de la mano y cerró los ojos, agradeció a Dios por esa cena tan americana que habíamos podido tener, pidió por mi discípulo, para que no le sepa tan mal el pescado y que vuelva con bien a visitarnos que nosotros le teníamos pavo. Mi abuela era muy graciosa y decía que tomar las cosas con humor nunca era una falta de respeto ni con Dios. Luego pidió por el alma de mis padres como lo hacía cada noche, y eso siempre fue un misterio para mí, del que no podía hacer preguntas para no ponerla triste.
Al día siguiente me levanté temprano, toda la casa olía a chocolate y a churros, corrí al nacimiento y ahí estaba mi regalo, yo había dejado escondido un regalo que tenía para mi abuela y del que ella no sospechaba nada. Cuando me escuchó salió de la cocina y fue hacia el nacimiento, estaba tan o más emocionada que yo mismo. Abrí la caja y pegue un grito, era el Palé. Inmediatamente rebusqué entre el castillo de Herodes y el inicio de la selva y saqué una caja envuelta en papel verde y se lo di. Ella se quedó mirando la caja un momento contemplando el papel, luego lo cogió y lo abrió muy despacio. Acercó la nariz a la caja y la olió, la sopesó y me preguntó:

-Es una piedra?

Yo me eché a reír gritando que no, volvió a sacudirla.

-Ábrela ya! - le rogué

Cuando por fin la abrió sus ojos brillaron, supe que le había gustado antes de oírla gritar

-Una tortuga!!!



Ese día estuvimos eligiendo el nombre apropiado, yo quería que, dado que era su tortuga, sea ella quien la bautice, pero los nombres que decía me parecía que no le hacían justicia a la pobre. 
  • Y si le ponemos Claudia? ¿Podrías pintarle un lazo rosa en el caparazón?¿seguro que come de todo? ¿cómo sabes que es hembra? ¿crees que se sentirá bien atrapada en esa caja? 
Mi abuela nunca había tenido una mascota. Según me había contado, en su época no había tiempo para esas cosas, y mi madre, al igual que mi abuelo, había sido alérgica a tantas cosas que nunca se arriesgó a meter nada en casa. Cuando se quedó viuda al poco tiempo llegué yo y ya no le hizo falta nada más.

Yo nunca le había pedido una mascota, ya tenía bastante con tener que hacer la compra e ir al colegio, limpiar mi habitación y cuidar que no se haga daño cuando se ponía en plan creativo. 
Empezaba a media noche a mover los muebles de la sala, o la cama de su habitación, decía que había que mover los muebles cuando cambiaba el sol.


En verano separaba la cama de las ventanas para que las sábanas no se calienten, ponía el sofá y las butacas del salón pegados a la pared dejando libre todo el lado del frente, según ella para que circule el aire por la noche. Además nos tirábamos al suelo frío a ver la televisión hasta muy tarde. Como yo no tenía colegio hacíamos de casa el centro vacacional.

Cuando empezaba el colegio volvía a moverlo todo, decía que había que tener una mesa dónde hacer los deberes en el salón, en el comedor, en la cocina, en su dormitorio y en mi dormitorio. Así siempre podía moverme, el deber de matemáticas en el comedor, el de historia en su habitación, el de lengua en el salón, el de música en el mío. Ella decía que de ese modo no me aburriría al hacer las tareas. Me hacía gracia la idea aunque nunca usé todas las mesas en un mismo día como ella pretendía.

En Invierno, luego de guardar todos los adornos de Navidad, ponía los muebles más cerca de la ventana para que se pongan calentitos por la tarde. Para que se bañen de sol decía. 

Y en primavera lo llenaba todo de tomates en maceta. Por lo que era la época más incómoda de circular por el piso.

Yo había cumplido los doce ese año y sentía que me estaba haciendo un hombre, ni bien terminase el bachillerato quería emprender un viaje por el mundo, vivir un tiempo en París. Mi abuela se quedaría muy sola por lo que pensé en darle una mascota con quien pueda charlar, comer y ver Bonanza en el sofá. Averigüé el tiempo de vida de los animales y la tortuga era la mejor opción de entre los más longevos. Las otras eran un erizo rojo, una ballena boreal, una almeja o un águila real. Los demás animales morían alrededor de los veinte años y a mi abuela le quedaban muchos más. 


Elegido el animal me tocaba encontrar el modo de conseguirlo y en eso me ayudó el carnicero, me ofreció que la próxima tortuga que encuentre en una de sus excursiones al río sería para mi. No hizo falta esperar tanto, a su hijo le mordió la que tenía y su mujer quiso deshacerse de ella. La tuve justo para las fiestas.

Al final del día seguía llamándose Claudia. Reina Claudia, atiné a completar.