Memorias

Con el tiempo el recuerdo es menos y la sensación es más.

domingo, 1 de abril de 2012

El Camino (4ª)



De modo que ante la pregunta de mi discípulo yo respondí feliz que no comeríamos ni cerdo ni pescado, que comeríamos pavo, como lo hacían los americanos. El sonrió, le brillaron los ojos, y a continuación empezó a quejarse de su suerte. 
Resulta que odiaba el pescado, de cualquier tipo, pero si había una forma de hacerlo más insoportable a su paladar era al horno. A a su hermana le gustaba tanto el pescado que lo pedía con cualquier pretexto. Su madre no comía carne porque era vegetariana. Y su padre casi nunca comía en casa de modo que no sabía realmente qué cosas le gustaban y qué no. 
Esa Navidad irían a casa de su abuelo que vivía sólo y que solía estar más dormido que despierto a causa de una enfermedad que no atinó a explicarme, no era demencia lo aclaró, pero era algo en el cerebro, estaba en silla de ruedas y de muy mal genio. Estarían también sus tíos y primas, no tenía ni un solo primo. Eso le servía de explicación para entender el por qué sus tíos no sabían nunca darle un regalo apropiado, y tampoco sus padres porque según su modo de ver los hechos,  aprendieron a ser padres con su primera hija, es decir, su hermana, y no aprendieron a ser padres para él por creer que ya lo sabían. 



A él no le gustaba el deporte porque era un poco lento para correr, no se sentía cómodo en grupo cuando había movimientos violentos de por medio, le gustaba caminar, conversar, y recortar noticias raras, o al menos eso hacíamos con el periódico de casa cuando iba por la tarde. Adoraba el sánduche de pollo y el pepito de ternera, la tortilla de patatas y por supuesto el plátano, las uvas y las naranjas. No soportaba a las niñas y de entre ellas la peor era su hermana, una niña alta y mandona. Le gustaban los libros, las libretas de notas, y sobretodo los lápices. Era muy bueno para las matemáticas, tenía una letra envidiable, no le gustaba hablar delante de los profesores pero no se callaba. Todo eso lo sabía yo y sólo habíamos sido amigos tres meses. 



Nos despedimos deseándonos una feliz Navidad con un abrazo, yo le di unas palmadas en la espalda como vi hacer al frutero al saludar con un amigo el día que fui a por uvas. Me gustó esa imagen y no desperdicié la oportunidad de repetirla y sentirme un hombre mayor. Él me devolvió las palmadas emocionado y me dijo que vendría a jugar esos días de vacaciones a lo que yo asentí. Se lo comenté a mi abuela y enseguida ella separó una bandeja para guardarle un poco de todo.



La noche buena fue espectacular, mi abuela sacó la pavita y la puso en medio de la mesa, había puré de patatas, judías verdes fritas en mantequilla, y me dejó brindar con dos dedos de sidra que me sirvió en una copa. Antes de empezar a comer me tomó de la mano y cerró los ojos, agradeció a Dios por esa cena tan americana que habíamos podido tener, pidió por mi discípulo, para que no le sepa tan mal el pescado y que vuelva con bien a visitarnos que nosotros le teníamos pavo. Mi abuela era muy graciosa y decía que tomar las cosas con humor nunca era una falta de respeto ni con Dios. Luego pidió por el alma de mis padres como lo hacía cada noche, y eso siempre fue un misterio para mí, del que no podía hacer preguntas para no ponerla triste.
Al día siguiente me levanté temprano, toda la casa olía a chocolate y a churros, corrí al nacimiento y ahí estaba mi regalo, yo había dejado escondido un regalo que tenía para mi abuela y del que ella no sospechaba nada. Cuando me escuchó salió de la cocina y fue hacia el nacimiento, estaba tan o más emocionada que yo mismo. Abrí la caja y pegue un grito, era el Palé. Inmediatamente rebusqué entre el castillo de Herodes y el inicio de la selva y saqué una caja envuelta en papel verde y se lo di. Ella se quedó mirando la caja un momento contemplando el papel, luego lo cogió y lo abrió muy despacio. Acercó la nariz a la caja y la olió, la sopesó y me preguntó:

-Es una piedra?

Yo me eché a reír gritando que no, volvió a sacudirla.

-Ábrela ya! - le rogué

Cuando por fin la abrió sus ojos brillaron, supe que le había gustado antes de oírla gritar

-Una tortuga!!!



Ese día estuvimos eligiendo el nombre apropiado, yo quería que, dado que era su tortuga, sea ella quien la bautice, pero los nombres que decía me parecía que no le hacían justicia a la pobre. 
  • Y si le ponemos Claudia? ¿Podrías pintarle un lazo rosa en el caparazón?¿seguro que come de todo? ¿cómo sabes que es hembra? ¿crees que se sentirá bien atrapada en esa caja? 
Mi abuela nunca había tenido una mascota. Según me había contado, en su época no había tiempo para esas cosas, y mi madre, al igual que mi abuelo, había sido alérgica a tantas cosas que nunca se arriesgó a meter nada en casa. Cuando se quedó viuda al poco tiempo llegué yo y ya no le hizo falta nada más.

Yo nunca le había pedido una mascota, ya tenía bastante con tener que hacer la compra e ir al colegio, limpiar mi habitación y cuidar que no se haga daño cuando se ponía en plan creativo. 
Empezaba a media noche a mover los muebles de la sala, o la cama de su habitación, decía que había que mover los muebles cuando cambiaba el sol.


En verano separaba la cama de las ventanas para que las sábanas no se calienten, ponía el sofá y las butacas del salón pegados a la pared dejando libre todo el lado del frente, según ella para que circule el aire por la noche. Además nos tirábamos al suelo frío a ver la televisión hasta muy tarde. Como yo no tenía colegio hacíamos de casa el centro vacacional.

Cuando empezaba el colegio volvía a moverlo todo, decía que había que tener una mesa dónde hacer los deberes en el salón, en el comedor, en la cocina, en su dormitorio y en mi dormitorio. Así siempre podía moverme, el deber de matemáticas en el comedor, el de historia en su habitación, el de lengua en el salón, el de música en el mío. Ella decía que de ese modo no me aburriría al hacer las tareas. Me hacía gracia la idea aunque nunca usé todas las mesas en un mismo día como ella pretendía.

En Invierno, luego de guardar todos los adornos de Navidad, ponía los muebles más cerca de la ventana para que se pongan calentitos por la tarde. Para que se bañen de sol decía. 

Y en primavera lo llenaba todo de tomates en maceta. Por lo que era la época más incómoda de circular por el piso.

Yo había cumplido los doce ese año y sentía que me estaba haciendo un hombre, ni bien terminase el bachillerato quería emprender un viaje por el mundo, vivir un tiempo en París. Mi abuela se quedaría muy sola por lo que pensé en darle una mascota con quien pueda charlar, comer y ver Bonanza en el sofá. Averigüé el tiempo de vida de los animales y la tortuga era la mejor opción de entre los más longevos. Las otras eran un erizo rojo, una ballena boreal, una almeja o un águila real. Los demás animales morían alrededor de los veinte años y a mi abuela le quedaban muchos más. 


Elegido el animal me tocaba encontrar el modo de conseguirlo y en eso me ayudó el carnicero, me ofreció que la próxima tortuga que encuentre en una de sus excursiones al río sería para mi. No hizo falta esperar tanto, a su hijo le mordió la que tenía y su mujer quiso deshacerse de ella. La tuve justo para las fiestas.

Al final del día seguía llamándose Claudia. Reina Claudia, atiné a completar.



1 comentario:

  1. Que niños más buenos retratas, me trasladas con esta lectura a mis doce años y rememoro esa época durante la que me decían eso de: Este niño está hecho de la piel del demonio...

    ResponderEliminar