Me gusta entrar y sentir el aire y comprender que me estaba esperando, ese aire que huele a gente que no está, a ellos mismos, a lo que usan, a lo que hacen, como si sus actos al consumarse los produjeran.
Me gusta entrar sabiendo que no hay nadie y que se me espera.
Cuando paso y cierro estoy en mi castillo invisible, mi escondite con campo magnético.
Dejo afuera cuántos? 30 años!!!
Busco mis tesoros y me pongo a jugar.
Entre mis fantasmas me siento cómoda, no necesito espejos.
Aquí puedo hacerme daño si quiero, o simplemente morir. Puedo recuperarme y nacer mil veces sin necesidad de cenizas.
Es como estar bajo el agua. Un tiempo más que un espacio. Y sé que todo esto es sólo una trampa, una trampa que me pone el destino para que vuelva al mismo sitio y poder atajarme.
El destino no perdona y si se la juegas te persigue, gano si logro esquivarlo lo suficiente hasta igualar el tiempo de caducidad de mi cuerpo con mi deseo de vivir.
No puedo evitar volver y volver al mismo momento, al momento preciso que supe que había estado sola siempre y que así sería hasta el final.
Cuando creo que todo va a terminar en mi vida, siempre lleno mi boca con las mismas palabras. Chucha mierda!!! A continuación reacciono como una máquina desprovista de emociones, como si fuese un robot, evalúo la situación, utilizo lo que me vale, descarto lo que estorba. Una economía vital que me salva. Siempre creo que será igual para todo el mundo y luego pienso en por qué las pelis lo cuentan tan diferente, seguro es el romanticismo, algo que no ayuda mucho en las urgencias. Lo único cierto en estas situaciones es el latido sonoro de la sangre y las estrellitas en círculo tras un golpe.
Cuando entro en mi casa vacía, me siento a salvo, a salvo del destino.
El destino se escribe en movimiento, eso es lo que creo, pero, qué pasa cuando el movimiento rompe su trayectoria natural? Pasa que todos lo que sucede luego queda atrapado en un trayectoria que tiende a hacia la elipse en busca del punto aquel en el pasado que rompió la línea recta. Creo que todo en la naturaleza usa una economía pura y la línea recta me parece lo más puro para el destino. Mi destino es antieconómico. Soy un gasto en el estado de cuentas. Pero eso me libera de rendir como inversión y me permite ser lo que me de la gana mientras no me pillen. Así he vivido desde los 15 años. Por más de que me he impuesto madurar a conciencia la elipse de mi destino me hace volver a un punto cercano a ese momento y me vuelvo a ver, casi me toco, casi y me impulso apoyándome en mi misma, o en la roca, o es el viento? Es lo que tienen los acantilados: Rocas, mar y viento.
Imagino por un momento al destino cual sujeto pensante, un genio que maneja miles de datos, un encargado de un sector dentro de una gran empresa, empleados de las Moiras. El fin de mi destino estaría dentro de algún listado, por año de nacimiento, sexo, región, tiempo esperado de vida, etc. Aún con todo este tipo de criterios la lista sería inmensa y un asunto “cantado” como una caída de un acantilado llevaría menos atención que un contagio o un suicidio. Y eso es lo que pasó, me caí de un acantilado.
Ese día debía de ser mi último día, muchas cosas que me pasaron después se explican fácilmente si considera que no debía estar viva más que hasta ese día. Además de que a partir de entonces las palabras de mi madre se me hicieron proféticas a tal punto que durante un tiempo decidí evitar al máximo nuestra comunicación sólo por no hacerla pronunciar profecías que le salían como flores amargas de su boca al verme vivir atropelladamente. Pero ella no entendía que no iba a por algo, yo huía, intentaba alejarme todo lo posible de aquel momento en que en media caída volé.
Muchas veces he intentado recrear mentalmente ese momento para entender cómo no me maté. Pero lo más largo lo viví mirando hacia la pared o a la roca que apretaba entre mis manos, luego un giro violento y un túnel áspero que me ralló la espalda, un golpe seco en las nalgas y enseguida todo el peso de la roca sobre mi pecho aplastando y vaciando el aire de mis pulmones hasta dejarlos pegados entre si, y ahí la oscuridad con tonos de óxido adornada por un circulo de estrellas. Justo antes de frenarme acababa de pronunciar las peores malas palabras que encuentra mi cabeza en momentos así: Chucha mierda! El “mierda” es la coletilla a la primera que es la verdadera palabrota. Hay muchas palabras más gordas pero esa seguramente fue la primera de la que tuve conciencia que lograba romper los límites de la educación.
La oscuridad al parecer era porque entré en un hoyo de la pared del acantilado, la roca con su peso me asentó y siguió, ella sí, la línea recta del destino hasta el océano pacífico con sus olas latigueando el borde de la isla.
El día en que nací y ese día con quince años forman el eje de mi elipse. A veces prefiero pensar que es más bien una curva helicoidal y que poco a poco aunque no lo parezca a primera vista, sí que me alejo de ese día y del momento en que no seguí el curso lineal de mi destino.