Memorias

Con el tiempo el recuerdo es menos y la sensación es más.

martes, 15 de marzo de 2011

Instantáneas significativas

Hay situaciones en la historia personal que resultan ser, a la postre, instantáneas significativas. Todas las tonalidades se repiten en ti, y llegas a la fácil conclusión de que, o no has madurado, o que viniste al mundo con unas determinadas armas que funcionan. Y te siguen funcionando a lo largo de esa historia.

He estado disfrutando de un nuevo vicio. Entro en un blog conocido, leo las últimas publicaciones, y luego de ponerme al día busco entre los blogs que ese perfil sigue. Ahí caigo en cuenta de lo importante que resulta el gancho comercial del título. Entro en aquel que me pique, leo un poco lo último de este año y lo de mediados del anterior. Vuelvo a ver lo importante del gancho, ahora el del título de las entradas. Si lo que leo tiene sentido, y está dicho con un poco de respeto por el idioma, voy a los comentarios. Me interesa lo que el propio bloguero contesta a sus lectores. Si llego a leer tres comentarios es que el blog ha tenido suficiente aguante y lo ficho entre los míos. Eso no pasa siempre. Lo cotidiano es saltar de uno a otro. Una dosis nocturna puede tomarme una hora y pasar por unos 40 blogs.

Encuentro unos pocos, muy transgresores. Otros que te sueltan lo que se les cruzó ese instante y más parece una frase del estado del facebook que una entrada de un blog. Muchas chicas se ponen muy finas bajo seudónimos sugerentes, pero luego responden a sus lectores cual sádicas envueltas en cuero. Hay una cantidad impresionante de chicos a mitad de carrera de filología o filosofía que tienen un lío mental. Críticos mordaces con casi todo lo que cae en sus manos, pero ninguno propone nada nuevo. Un Vattimo del XXI. Un Descartes que empiece a analizar verdad por verdad. Eso de echar abajo el edificio si les quedó claro, pero no lo de arrendar primero un apartamento.

Tras leer un buen rato, y sobre todo en los días en que no me atrae nada especialmente, me entran unas ganas de soltarme la melena y aplastar las teclas sin censura. Total, es mi blog, y yo puedo andar en pijamas por mi casa, beberme la leche del bote y ... pero no, yo no lo hago. Y ahí viene a mi mente la “instantánea significativa”. Esa a la que hago referencia al inicio.

Y ¿Cuál es esta instantánea? Pues es una de primero de la ESO. Yo tenía once años.

A los once años estudiaba en un colegio mixto y agringado. La mitad de mis compañeros eran hijos de extranjeros que estarían en la ciudad un par de años, a lo sumo.
La mañana se dividía en dos partes; en la primera estudiábamos en español y en la segunda lo hacíamos en inglés. Las profesoras de español eran feas. Las de inglés eran lindas. Hasta la voz era distinta (no sólo por el acento ) Parecían estar felices siempre (luego me enteré que les pagaban más).

Yo había hecho ahí la primaria y ahora empezábamos a ser mayores. Al menos mis compañeras. La mayoría de ellas ya había cumplido los trece, y estaban muy tontas. No querían jugar a lo que en el curso anterior ocupaba todo nuestro recreo. Ahora querían estar todo el tiempo conversando. El tema era nuestros propios compañeros. Esos que sí seguían siendo igual que el año anterior.

En Guayaquil, el curso escolar empieza en abril. Llueve tanto en invierno que es imposible ir a clase. ¿Qué haríamos en recreo si llueve? Y llueve, eso seguro.
Lo cierto es que en el cénit de ese invierno, me debe haber picado un mosquito, en la rodilla.

A la semana de haber empezado las clases, tenía una roncha enorme. Luego se infectó y terminó siendo algo más complicado. Estuve otra semana con una pasta en el grano envuelta con una venda. Yo, que ya estaba harta de mis ex amigas, y sin poder correr, me centré en el estudio de mi grano.

En el recreo buscaba un sitio tranquilo. Retiraba la venda que me prohibían tocar en casa. Retiraba el ungüento. Analizaba lo que ocurría en ese promontorio de carne roja que latía. Lo soplaba, le echaba tierra. Lo lavaba. Lo friccionaba. Lo exprimía. Pero nada. Seguía inmenso y llano.
Cada tarde que me llevaba mi madre a hacerme la cura, la enfermera decía:
Todavía falta, y volvía a ponerme el ungüento y la venda.

Para el viernes, ya tenía público a la hora de mis abluciones particulares. Mis amigos querían ver si aquello cambiaba y sugerían opciones. Llego a barajarse la posibilidad de enterrar un compás. Lo cierto es que el lunes siguiente ocurrió lo que seguramente la enfermera esperaba. En el recreo aquello explotó. Fue asqueroso y divertido al mismo tiempo. Me dolió al principio, pero tuve a mis amigos para darme fuerzas.
La curiosidad, o el hecho de que los chicos estaban conmigo, hizo que mis compañeras se acercasen. Me ayudaron a lavarme en el baño haciendo guardia para que nadie más entrase. Después de lavarme, sacaron cepillos y brillos labiales. Todas se empezaron a arreglar. Una me vio y me arregló también.
Ese día me sentí muy feliz. Y no sólo por haberme desecho del demonio que vivía en mi rodilla. Era feliz porque el recreo había sido divertido. Y pensé que había juzgado mal a mis amigas. Que no eran tontas. Volvía a ser parte del grupo de chicas.

La clase siguiente al recreo era sociales. La profesora entró, y se quedó de pie, junto a su mesa, viéndome desconcertada. Al principio creo que no me reconoció.
¿Quién era esa chica de larga y cepillada melena? ¿A quién le brillaban los morros?
Su rostro se transformó (cuando me reconoció) y gritó:
Lo que me faltaba. Amalia, vaya al baño, lávese la cara y agárrese una coleta bien templada.

Todos enmudecieron. Yo casi me desmayo del susto. Salí más rápido que la pus de mi rodilla. Y volví, cara lavada, moño templado y mirada al libro. El rostro me ardía. No es fácil ser la hija de la vicerrectora cuando se tiene once años.