Memorias

Con el tiempo el recuerdo es menos y la sensación es más.

domingo, 26 de febrero de 2012

HE (cuarta entrega)



IV

María estaba sentada en un sillón celeste intenso junto a un sofá amarillo descolorido, un olor a amoníaco salía del baño. El sillón estaba girado hacia la ventana para que su mirada perdida se moviera por el horizonte. 


Miguel se acercó y se sentó en el filo del sofá. Respiró como quien bebe agua y dijo:
  • María, soy Miguel, he venido porque recibí la carta de tu padre.
María se giró, lo miró y parecía que todo el tiempo que lo hacía le costaba el oxígeno de sus pulmones. Cuando estaba a punto de ahogarse tomó aire sin abrir la boca y sus ojos que peleaban por mantenerse fijos en los del Padre empezaron a llorar.

Miguel la abrazó, la apretó queriendo sacarle todo el miedo del cuerpo.

- María, he leído la carta y sabes que nos la ha mandado a ambos. No hace falta que me cuentes nada, ni que lo expliques, yo sólo he venido a consolarte, a darte fuerzas y si acaso a ayudarte a comprender a tu padre y lo que le ha llevado a escribir todo eso. Tu sabes que él no estaba bien, la medicación para sobrellevar su estado mental, luego el cáncer, todo eso ha hecho que él arme esa locura como explicación a todo lo que no pudo entender. Tienes que ser fuerte, sobreponerte a esto y volver a tu vida.

María se había calmado, se soltó del abrazo y miró al Padre a los ojos, esta vez su mirada ya no estaba cuajada de lágrimas y miedo, había algo parecido a la resignación.
  • Ha leído la carta Padre, pero no ha entendido nada.



Héctor rebuscaba en el salón, había encontrado a María ahí mismo, con la mirada perdida, y si hubiese tenido la carta en sus manos él la habría visto, ella no se había movido de la entrada, tenía que haberla leído ahí. Recordó que Boss estaba lamiéndole la cara cuando él entró, corrió por todo el piso buscando papeles rotos en el suelo pero no había nada, Boss no era de esos. 
Entró en la habitación, por si ella hubiese leído la carta ahí pero no había rastro de carta, papel o sobre. Decidió pensar como lo habría hecho María. 

La carta no debe haber llegado al buzón porque María no bajaba al buzón sino él. La carta tiene que haber sido certificada, tendría que haber dejado subir al cartero, ella se habría puesto nerviosa y habría cerrado todas las puertas, se habría cerciorado de que era el cartero de siempre o le habría hecho meter la carta por debajo de la puerta, en cualquier caso se habría ido enseguida de la entrada hacia la cocina y la habría leído ahí. Corrió a la cocina pero no había nada, ni siquiera la silla estaba retirada de la mesa para sentarse. La debe haber leído en la entrada, pensó, en la silla de respeto junto al reloj, ahí donde la encontró sentada, pero ahí ya había buscado, incluso debajo de los muebles. 

Miró el reloj, estaba parado ¿Cuánto tiempo había pasado desde que llevó a María al hospital?  Iba a darle cuerda pero se frenó, su vida se había frenado, no le daría cuerda hasta que ella volviera. 
¿Qué podía decir esa carta, qué cosas del pasado, quién era su padre y cómo pudo hacerle tanto daño? Héctor se negaba a culpar a María de nada, pero tampoco podía dejar de ser racional. Todo tiene un orden, no lo vemos pero ese orden existe. Y entonces pensó en los pasos que dio él al llegar aquel día, la tomó en sus brazos, la llevó al dormitorio, le puso el pijama y la acostó, al día siguiente la vistió para llevarla a la iglesia  ¡El delantal! 
Fue corriendo al dormitorio y buscó entre su ropa que aún estaba tirada en la descalzadora, ahí, casi fuera del bolsillo estaba la carta.

La cogió y salió hacia la entrada con el estómago hecho un puño, se sentó, se puso las gafas y   empezó a leerla.



Querida María:

Te escribo esta carta con la certeza de que no nos volveremos a ver. He rogado al Padre Miguel que te traiga pero tú no has querido. Él no entiende el motivo, yo si. Sé por qué no has venido y eso me hace ver que sigues pensando en que las locuras de tu madre son ciertas y eso me da miedo. 
Las cosas que pasaron cuando tu madre vivía creía que las habrías olvidado, eras muy pequeña, que sólo recordabas las frases que te hacía repetir y que no entendías, pero repetías obedientemente. Yo se que esto que viviste te ha marcado, pero también creo que algo en ti no está bien, nunca lo estuvo. 
Las enfermedades mentales se heredan, incluso creo que se contagian, yo mismo puedo servir de ejemplo. Tu madre me enloqueció, me llevó al desequilibrio y sólo estando en este hospital he vuelto a encontrar tranquilidad. Pero tú María, tú tenías cosas muy raras desde niña, esa compenetración con tu madre no era normal. Alimentabas sus ideas delirantes, le seguías el juego aún cuando yo te explicaba que no debías hacerlo. 
He tratado todos estos años de entender lo que pasó ese día, el día en que tu madre murió. María, tu le diste las pastillas, ella no sabía dónde yo las guardaba, las escondía para evitar un suicidio y tú lo sabías, sabías que nunca había que mostrarle a mamá dónde estaban, que eso la mataría. Yo llegué y te encontré feliz, dormida, abrazada a tu madre muerta. 
María, estaba fría y muerta, había vomito en la cama, había convulsionado, y tu estabas ahí y dormías feliz. Eso no es normal María.
¿Recuerdas lo que me dijiste cuando entré y te pregunté qué habías hecho? ¿Lo recuerdas María? Yo sí que lo recuerdo, lo tengo grabado en mi memoria. Me dijiste que no habías sido tú, que vino un hombre a entregar la fruta, que no era el de siempre, era uno que traía un demonio dentro, y que ese demonio entró en ti y te hizo darle las pastillas a tu madre y que cuando se aseguró de que estaba muerta hizo que abrieras la ventana y se metió en una paloma que salió volando. Eso fue lo que me dijiste María y yo no pude con ello, me volví loco. 
Tardé un año en recuperarme y pensé que seguramente tu madre te dijo todo eso, que ella te convenció de que le digas dónde estaba su medicación, y que luego te dijo lo que quería que pienses.
Agarrarme a eso me dio fuerzas para volver y hacerme cargo de ti. Pero fue muy duro María, porque yo iba descubriendo cómo todos los síntomas de la locura de tu madre anidaban en ti. Unas veces eras buena conmigo, otras te temía. Diez años viví para ti, te cuide, me llenaba la cabeza de trabajo para no pensar, para no volverme loco. Me cansé María, pensé que si seguía contigo pasaría algo muy malo, o tú me harías daño o te lo haría yo y por eso me fui. 
He seguido tu vida, te iba mejor sin mí. Vi tu confirmación, así conocí al Padre Miguel, él me ha  ayudado mucho, ha tratado de darme consuelo aunque el pobre no sabe que esto no lo tiene.
Me convenció de que eras feliz, tu marido y tus hijos te llenaban. Te llenaban María, te llenaban.
Cuando me dijeron que tenía cáncer y que no tenía ninguna esperanza, te busqué, y al ver que no querías verme me di cuenta de que el Padre Miguel estaba engañado. Tu seguías con tus locuras, esas donde los demonios entran y salen de la gente vacía, esa locura que te hace vivir encerrada y temerosa. 
¿Qué pasa María? ¿Por eso no quieres ver a tu padre en su lecho de muerte? 
¡Claro que es por eso! No has cambiado nada, si es posible estás aún más loca que tu madre, al menos ella no mató a nadie.
Estoy seguro de que ahora no puedes esconderte de quién eres.
Te escribo esta carta sabiendo que no le hablo a una niña indefensa, sino a alguien que es una amenaza. La escribo con la esperanza de que esa madre que has sido para los tuyos sepa protegerlos de tus demonios.
Tu marido debería saber el peligro que corren sus hijos, él mismo, o cualquiera que tu mente enferma convierta en un portador de demonios y entonces de nuevo no serás tú quien empuje a alguien, quien dé un veneno, no. Tu siempre dirás que un demonio entró en ti, y luego te echaras a dormir una siesta. 
Ahora María ¿Qué harás? ¿Tu marido sabe lo que tienes dentro? Tu madre sí me lo decía, pero tú eres más lista, tú manipulas a los que te rodean para que crean que tus motivos son otros. La débil María. La pobre María huérfana, porque sé que para todos yo estoy muerto. Eso has dicho, y eso es lo que siempre has querido. Pero no María, yo aún estoy vivo y puedo escribir estas cartas. Una para ti y otra para el Padre Miguel, él tiene derecho a saberlo todo. Tu marido también lo tiene pero él no es cosa mía. 
Yo tenía que advertirte, tenía que despertarte, alguien tiene que hacerlo.
No tengo posibilidades de sobrevivir para ver tu reacción, o la de tu marido si lee esta carta. ¿Qué dirás María? ¿Negarás que los demonios están buscándote?



Boss estaba junto al reloj mirando su correa de paseo que colgaba detrás de la puerta del recibidor, Héctor lo vio, había que sacarlo a dar una vuelta antes de que pudiese ir al hospital. 



domingo, 19 de febrero de 2012

"HE" (Tercera entrega)


-III-
El taxi aparcó cerca de la entrada del Hospital de la Paz. Miguel bajó sin prisas. Estaba cansado. No había dormido. Pero lo que realmente le tenía ofuscado era María. 
Encontró a Hector en la sala de espera de la planta psiquiátrica. Habían pasado más de cinco años sin tener noticias de María. LLevaba tres años destinado en África. Sentía que había pasado toda una vida. En cuanto vio a María fue como si todo hubiese sucedido ayer.
Miguel aún tenía en su memoria la imagen de María, quien con dieciséis años, se le acercó y le dijo: Padre, quiero ser monja. 
Por entonces él era un joven sacerdote, encargado de la preparación a la confirmación en la parroquia del Perpetuo Socorro. 
Miguel se sorprendió, no tanto por lo que le dijo María, sino porque en todas las reuniones que había tenido, nunca le había escuchado pronunciar una sola palabra. Y no queriendo asustar más, a una chica tan tímida, empezó diciendo que podían hablar de los sentimientos que tenía ella, y que le llevaban a pensar en dedicar su vida al servicio de Dios. 
Hablaron sobre la vocación, y los distintos caminos que podía tomar, pero como ella mostraba una dificultad grande para expresar lo que tenía dentro, él le tranquilizo diciendo que no tenía que resolverlo todo en un día. Y así, tras cada reunión de catequesis, se quedaban charlando por largo rato. 
María, tras dos años de preparación, y con la confirmación a la vista, había llegado a la conclusión de que no tenía lo que se necesitaba para vivir la vida al servicio de Dios. Le faltaba fortaleza de carácter y seguridad en sus ideas. 
Ella,  que pensaba que ese era el refugio ideal, entendió que aquello podría ser peor. Y decidió, que terminado el colegio, no iría a la universidad. Se dedicaría a vivir una vida pacífica en su casa, donde tenía todo bajo control.
Miguel, en esos dos años conociendo a María, llegó a la conclusión de que era una chica muy frágil. Con un temor que la paralizaba. Tenía miedo de volverse loca. 
Según lo que María contó a Miguel, a lo largo de esos años, su madre había vivido deprimida casi toda su corta vida. Con tan solo treinta y cuatro años, se suicidó.  María, que entonces tenía seis años, la encontró en la cama, y pensando que dormía, se acurrucó a su lado hasta que llegó su padre. Fue entonces cuando el horror apareció en su vida. Su padre tenía un carácter muy violento. Y cuando vio a su mujer sin vida, enloqueció. Los gritos hicieron que los vecinos llamaran a la policía, y ésta se lo llevó. 
Al no tener parientes vivos, y cuerdos, María terminó viviendo un año en un centro de acogida. Al año, su padre volvió, y regresaron a su casa. La vida desde entonces fue un rito casi mecánico. Todo estaba programado en un tablón en la cocina. Su padre lo rehacía cada domingo. Sólo entonces María podía verle sonreír. Rellenaba cada recuadro mientras repetía lo que debía ocurrir en ese lapso. 
  • Desayunaremos a las ocho y luego te llevaré al colegio. Volveré a casa a revisar el correo. Trabajaré en mi despacho y enviaré los proyectos. Tomaré el medicamento e iré a recogerte -contaba María a Miguel, repitiendo la frase de memoria, como quien lo ha oído cientos de veces.
María vivía con temor el descontrol de su padre. Aunque tenían una situación económica holgada, fruto de las herencias de ambos progenitores, ese supuesto trabajo en sus proyectos, más que calmarle, muchas veces lo aceleraban. 
Solía llegar, a las puertas del colegio, sudoroso y hablando de forma nerviosa. Repetía una palabra en la que parecía haberse quedado atascado. Luego eso le enfadaba. 
Un día, el padre no pudo aguantar más esos atascos, y desapareció. María tenía entonces dieciséis años, y fue cuando Miguel la conoció.
El día de la confirmación había llegado. Miguel estaba contento, todo había quedado muy bien. Al salir un hombre se le acercó, y le pidió con urgencia que le confiese. Volvió a entrar en la iglesia, y ahí atendió al hombre, que se presentó como Bruno Parodi, padre de María.
Miguel guardó silencio un momento, y decidió confesarlo sin hacer preguntas. Bruno tenía un semblante muy afligido, estaba delgado y las manos le temblaban, aunque él se afanaba en sujetarlas entre sí. Parecía estar viviendo una vida ordenada,  porque iba limpio y bien vestido. Y aunque se agitaba, él mismo hacía serios esfuerzos por controlarse. Daba la impresión de estar haciendo algún ejercicio mental aprendido, que por cierto, funcionaba.
Bruno no quería decir nada hasta estar seguro de que todo estaba bajo el secreto de la confesión. Empezó diciendo, que él no mató a su mujer, pero tenía miedo de matar a su hija. Ese miedo le hizo huir de ella. Pero no quería que ella lleve el peso de tener que visitar a su padre loco, en el psiquiátrico, y por eso no le dijo dónde estaría. 
Miguel trataba de llevar la confesión sin que Bruno se altere. Le preguntó si seguía un tratamiento con fármacos, y Bruno le dijo que sí. Pero, que tenía miedo de que su hija vuelva a matar. Miguel se alarmó, y le preguntó si se refería a la muerte de su mujer, Bruno asintió con la cabeza, y luego soltó un sí, con la voz quebrada. Miguel le dijo, que tenía entendido, que su mujer se había suicidado. Bruno negó con la cabeza, y luego dijo: no.
Miguel no podía comprender qué le había llevado a Bruno a ir a la iglesia, y presenciar la confirmación de su hija, para luego buscarlo a él, y decirle esto, que sin duda sería el delirio de un esquizofrénico certificado.
Miguel le preguntó si era consciente de que se estaba confesando ante Dios, y que nada de lo que dijese ahí lo sabría nadie más. Pero que la verdad es algo muy distinto de las conjeturas. Decir que su hija mató a su madre era algo muy serio, y a menos que él tenga alguna prueba de que eso fue así, debería pensarse mejor las explicaciones que se da a un hecho, que es en sí mismo, algo incomprensible.
Bruno se puso pálido, y se levantó del reclinatorio. Miguel salió, y lo vio llorando. 
  • Acuérdese siempre de mi  -le dijo Bruno, mientras le dejaba en la mano un papel con las señas del hospital donde vivía recluido voluntariamente, y se fue.
Desde entonces, Miguel visitaba a menudo el centro psiquiátrico, donde Bruno continuaba repitiendo aquella primera confesión, lo hacía en el mismo orden y con las mismas palabras.
Miguel llegó a entender, que aquella confesión no era realmente una confesión, sino una repetición compulsiva de su mente. Algo dentro de la mente de Bruno, estaba
buscando una salida.
Cuando Miguel volvió a encontrarse con María, habían pasado unos cuántos años. Él volvía a su antigua parroquia y ella estaba casada y con tres críos. La chica que en su día quería esconderse en unos hábitos, era ahora una madre feliz. O lo fue, hasta el día en que Miguel tuvo que decirle a María que su padre quería verla.
No reaccionó bien a la noticia. Ella había hecho de cuenta que su padre había muerto. Miguel le contó que su padre vivía en una institución psiquiátrica, desde que se fue de su casa. Le contó a María el encuentro con él al acabar la confirmación, y todo lo que Bruno le había permitido contar. Todo menos la confesión. Pero Bruno estaba enfermo, un cáncer le estaba ganando la batalla, y eso le había decidido a buscarla.
María nunca dijo nada a Miguel. A veces, al acabar la confesión, Miguel le preguntaba  si quería ir a verle, incluso se ofrecía a ir con ella. Pero María se persignaba y se iba a sentar al banco, a escuchar la misa.  Así siguieron hasta que María dejo de ir.
Al poco tiempo Miguel volvió a África, pero nunca dejó de visitar a Bruno, en sus breves estancias en Madrid. Bruno aguantó bien la quimioterapia. Vivió mucho más de lo esperado. Un día en que Miguel recibía el correo de Madrid,  encontró una carta del sanatorio donde vivía bruno, ahí se enteró de que Bruno había muerto una semana atrás. 
Le contaron que murió tranquilo y que lo único que pidió es que se echaran al correo dos cartas. Una era la que le había llegado a Miguel. La otra era para María. 
Tenía previsto estar en Madrid en dos semanas. Lo primero que iba a hacer al llegar, sería ir a ver a María. Necesitaba saber, si lo que escribió Bruno para él, se lo había escrito también a ella, y temía que María no pudiese con ello. Cuando el padre Enrique, le dio el mensaje de Hector y le contó cómo vio a María, el alma se le fue al piso. 
Debía encontrar esa carta. Y fue lo primero que le pidió a Hector.
  • Héctor, creo que se lo que ha provocado esta reacción en tu mujer, no me pidas que te lo explique porque me obliga el secreto de confesión, sólo decirte que no tiene que ver con el presente de María, todo esto viene de muy atrás.  ¿El padre de María se puso alguna vez en contacto contigo en estos años?
Hector no sabía siquiera que su padre vivía, y ahora sentía que estaba más perdido que antes. Ese espíritu etéreo que le atribuía a su mujer, esa pena permanente, la melancolía que la hacía más bella ¿tenía un origen real? ¿Aquel silencio, aquella mirada perdida, estaba puesta en coordenadas terrestres? ¿Eso que la robaba tenía nombre y apellido? ¿María, su María, le había mentido todos estos años?
  • No Padre, nunca se puso en contacto conmigo.
          -¿Habéis recibido una carta hace un par de semanas?
  • No lo sé, con todo esto no he revisado el correo.
           - Pues ve ahora mismo y trae toda carta extraña que veas, puede estar firmada por Bruno Parodi, ese es el padre de María. Ha estado internado en un centro psiquiátrico desde que María cumplió los dieciséis.
- Iré ahora mismo Padre.
            - Ve hijo, ve, yo estaré con María.

lunes, 13 de febrero de 2012

"HE" (Segunda entrega)


-II-
El Litio pierde un electrón para tener un nivel electrónico exterior completo y así obtener la estructura de electrones de los gases nobles. Ser estable.
Todos en la universidad le admiraban. El comentario de los chicos en los pasillos, al salir de su clase, estaba siempre acompañado de una cara alegre. Cuando se abría el período de matrícula, la clase que primero se llenaba era la de Hector. Incluso sus compañeros del claustro le admiraban. Profesor He le llamaban. He no por Hector sino por Helio, un gas noble.
A él le hacía gracia. En el fondo sabía que se había convertido en Helio pero que había sido Litio. Antes. Cuando su vida se movía buscando enlaces. Cuando había esperanza.
Un elemento que decidió sacrificar toda una capa. Quedarse con la capa anterior al movimiento. Perder ese electrón y a cambio ser estable. 
El movimiento había perdido su atractivo. Sólo la cola de Boss  le recordaba lo que había sido. Y cuando le hablaba quedamente, hasta Boss lo olvidaba. Ambos se olvidaban del pasado y se sentaban junto a la ventana. Héctor con un libro en sus manos. Boss mirando el temblor de la pierna de su amo. Cuando el temblor se detenía, Boss le miraba a la cara. Cuando las miradas se cruzaban, Hector aflojaba el libro y encajaba su rostro entre sus manos. Respiraba el aire viciado de sus propias exhalaciones. Recuperaba la calma. No quería pensar en María. No podía dejar de pensarla.
Amaneció el Domingo de Resurrección. Vistió a María. Ella se dejaba. La tomó del brazo y se fueron a misa. La sentó en el banco de siempre. Cuando vio entrar al sacerdote en el confesionario, Héctor dejó  a María sentada, con su bolso en la falda. Fue a hablar con Miguel, el sacerdote con el que María solía hablar los domingos, cuando los chicos aún eran críos. Cuando todavía comía pollo y paseaban viendo escaparates.
Miguel ya no estaba. Ahora estaba Enrique. Un sacerdote joven y alegre. Se acercaron a María pero ella ni se dio cuenta. Seguía con la mirada fija dentro.
A Miguel, lo habían destinado a un poblado en Africa. Volvía a Madrid cada seis meses. Enrique le dijo a Héctor que llegaría en tres semanas. Pero María necesitaba algo pronto. 
Ese domingo de resurrección María entró en una unidad psiquiátrica, temporalmente. 
Joaquín hizo todos los papeles y acompañó a Héctor toda la tarde. Le convenció que allí estaría más segura. Al menos no se podría hacer daño.
Sus hijos fueron a verle por la tarde.  En cuanto llegaron a Madrid. Al principio Héctor pensaba no avisarles hasta que terminase el feriado, nada podían hacer. Pero luego se le ocurrió -Un mismo número de protones y electrones dan la estabilidad al elemento, si ella nos tiene a todos juntos...es lo único que se me ocurre. Lo siento chicos -pero los chicos sabían que su presencia no sumaría nada, fueron por él.
Pasaron las tres semanas y Miguel llegó a Madrid. Tenía el recado de llamar con urgencia a Héctor. Cuando leyó el mensaje supo que María se había perdido. También sabía lo que Hector le pediría y le dolía pensar en él. -¿Cómo confortarlo? -pensaba mientras iba en el taxi hasta el sanatorio.
María había sido una niña muy tranquila. Hija única. Sus padres habían sido hijos únicos los dos. Para cuando ella cumplió los dieciocho ya habían muerto ambos. Se quedó sola en el piso de la calle de Modesto Lafuente. Justo arriba del piso que alquilaba Héctor con dos compañeros más, mientras acababa la carrera.
Se conocieron en el portal recogiendo el correo del buzón. Hector solía decir a sus amigos que el vivía debajo de un ángel. Se saludaban en el ascensor por la mañana, se volvían a saludar a medio día. De tanto saludarse se enamoraron. Él era un chico muy metódico. Adoraba el orden. Cuando por fin se graduó siendo el número uno de su promoción, fue corriendo donde María y le pidió que se casase con él.
María había terminado el colegio cuando se quedó huérfana. Por fin podía quedarse en casa. Era muy reservada, con todos, menos con Héctor. Con él podía hasta tomar café y charlar sin sentirse presionada. Su voz tan suave le daba confianza. Por eso, cuando le pidió matrimonio, no dudó en darle el sí.
Hector sólo tuvo que mudar sus cosas un piso más arriba. 
Entró enseguida a formar parte del claustro de la universidad. Quería dar clase a primero. Así podría entusiasmar a los chicos y enseñarles el amor por la química. Quitarles la idea de que era una materia árida, y demostrarles el movimiento continuo que la definía.
Tuvieron a sus tres hijos casi en seguida. María estuvo embarazada, o con un niño de pecho, por 5 años consecutivos.  Nunca se la vio más guapa ni más feliz.
Héctor nunca sintió que la timidez de María fuese un problema, todo lo contrario, era parte de su belleza. Él solía quedarse mirándola de lejos, cuando ella hacía sus cosas. La estudiaba, memorizaba sus movimientos. Le parecía tan perfecta. Solía susurrarle a los niños palabras amorosas cuando les ponía el pijama. Al acostarles les cantaba villancicos aunque no fuese navidad. En esa época no lloraba.
Los domingos en misa se sentaban en el banco que quedaba cerca del confesionario. Así María podía hablar con el Padre Miguel y mirar de reojo a Hector que se quedaba con los tres. Cuando volvía al banco sonreía y tomaba en sus brazos a Luis, el más pequeño. Victoria se quedaba en los brazos de papá y Joseja de pie en el reclinatorio.
El día que Luis cumplió los tres años cayó en domingo. Victoria había cumplido los cinco hacia un mes y Joseja cumpliría los siete el mes siguiente. Ese día fue el primer día que María lloró al salir del confesionario. Hector le preguntó el motivo pero ella le dijo que era de felicidad. Ni ella se veía feliz, ni Hector convencido. 
Los días que vinieron después no ayudaron. Joseja estaba entusiasmado con su fiesta de cumpleaños. En su escuela, todos sus amigos tenían una. María no quería tanto barullo. Le gustaba la idea de estar los cinco frente a la tarta en el comedor, cantarle el feliz cumpleaños, soplar las velas y entregar los regalos. Así había sido siempre. Pero Joseja no se conformaba. Al final Hector organizó el cumple en un centro infantil. Invitó a sus compañeros y estuvo toda la tarde conversando con las madres y disculpando a María, que se había quedado con el pequeño Luis, agripado, en casa.
A Luis le dio una fiebre muy alta esa noche y María le dijo a Hector -Nunca mientas con la salud -Héctor tuvo un mal presentimiento. Y él no era hombre de presentimientos. Pero ese día se vio a si mismo mintiendo, el resto de su vida, por ella.

lunes, 6 de febrero de 2012

En la bodega ("HE" Primera entrega)

Hoy estaba revisando mi bodega, esa que está en una carpeta del ordenador y encontré una historia inconclusa. Hay dos capítulos completos y uno sin terminar. Esta semana pondré uno, la próxima semana el segundo y espero que eso me de tiempo suficiente para retomar y escribir el tercero. No tengo experiencia en cuentos largos, suelo escribir de un tirón, ante el primer párrafo que me sale y que me parece un buen cierre cambio la dirección hacia esa conclusión y de este modo nunca llego a los diez folios. Creo que con esta historia estaba haciendo un ejercicio de extensión. Como en este blog pongo lo que voy pensando, bien puedo volcar aquí este ejercicio, con vuestro permiso ;)



“He”
-I-
Gases Nobles, los únicos que no interactúan con otros elementos de la tabla periódica en busca de una estabilidad. Ya la tienen.
Así se sentía Héctor. Completo en su hogar. 
Para que un elemento sea estable debe haber completado su última capa, mientras no lo consigue busca relaciones. Ganar o perder electrones. No se está quieto.
Él, en cambio, era todo quietud. 
Su voz cadenciosa apaciguaba a sus alumnos. Apaciguaba también a su perro cuando éste gemía al verle entrar por la puerta. Ese movimiento de la cola que se prolongaba por todo su cuerpo descoordinándolo. O sería su edad. Quince años  habían pasado desde que aquel cachorrito entró en casa. Cuando todo era movimiento.
“Boss” fue el nombre que entre todos le pusieron al perrito. Fue difícil llegar a conciliar todas las opiniones. Su mujer, María, decía que tenía cara de Bruno. Joseja, su hijo mayor, quería llamarle Carbón. Victoria, la de en medio, lloraba porque no era hembra y no podía llamarla Campanita. Luis, el pequeño terremoto, quería llamarle Horror. Hector tuvo que convencerles a todos de que Boss se llamaría Boss. Lo hizo con pizza de pepperoni. Su mujer siempre le echó en cara que había hecho trampa.
En aquella época él no era un Gas Noble, más bien parecía un hidrógeno suelto y pequeñín. Tenía buenos amigos que solían ir a casa los sábados por la mañana para llevárselo a la Plaza Mayor en bicicleta. María ya se había acostumbrado. Ella salía con los chicos al mercado y decidían si ese día comerían cordero o ternera. Nunca pollo. Héctor odiaba el pollo. Desde niño. Cuando se casó juró que en su casa nunca se comería una carne tan sosa. María reía, le daba igual. Cada vez que comían fuera ella pedía pollo y era su manjar. Decía que gracias a su marido podía tener un manjar tan económico. Incluso los niños llegaron a creer que el pollo era algo que sólo se podía tomar en los restaurantes. Joseja solía contar a sus hermanos la difícil extracción de los órganos internos de aquel animal, algo que de no hacerlo manos expertas podía envenenar a los comensales. Hector reía con la idea y solía sumarse a las espeluznantes explicaciones. Se explayaba en describir las reacciones químicas de aquel veneno al mezclarse con la sangre, el oxígeno era el problema principal. Victoria abría los ojos siguiendo las manos de su padre. Luis, literalmente, escuchaba boquiabierto. María solía pellizcarle bajo la mesa -no te burles de su inocencia-  decía.
Esos eran sus electrones, y sus protones. Ellos, su familia. Sus amigos de las bicicletas, sus alumnos de primero de química, y todo aquel que se encontrase cerca de él más de 3 minutos. Un electrón más a sumar, un protón más para equilibrar. Movimiento, enlace, relaciones, risas, agobios, esperanza.
María, en cambio, no era un elemento de la tabla periódica. Ella era algo ajeno. Nunca se enfadaba. Todo parecía estar siempre bien. Ni una queja. Por nada. Jamás.
María vivía su vida en su casa, salía al mercado los sábados y el domingo a misa y a comer al restaurante. No tenía amigas. No quería. Las mujeres de los ciclistas lo intentaron un tiempo hasta que se rindieron, era una lucha imposible. Ella no quería salir de casa salvo al mercado. Al mismo verdulero. Al mismo carnicero. Los niños eran los que más hablaban, hacían de mayores. En misa, siempre temprano para estar en el mismo banco. Cuando los ubicaba a todos, se iba al confesionario y se demoraba un rato. Luego salía secándose unas lágrimas. Héctor les decía a los niños -llora de lo buena que es- pero realmente no tenía idea del motivo y ella nunca se lo dijo.
Al terminar la misa iban caminando por la acera hacia la calle de Hartzenbush. La misma mesa, esa arrinconada y cerca de las escaleras que llevaban al baño. Todos pedían pescaditos y ella pollo. Era la broma del domingo para Hector.
Terminada la comida volvían dando un paseo. María miraba escaparates y le susurraba a Héctor lo que le gustaba. El lo anotaba en su memoria y luego le hacía regalos. Ella se los probaba. Él la besaba. Luego solía pedirle que salieran a dar una vuelta para lucir su vestido, o su abrigo, o sus zapatos nuevos. Ella entornaba sus ojos y se quedaba callada. Entonces él se apresuraba a decir - mejor el domingo- y a ella le asomaba una sonrisa dulce y lo abrazaba.
Los niños crecieron todos esos años sin percatarse de nada. Héctor tenía que asistir a la escuela cuando había alguna presentación por navidad, o la típica entrega de medallas de las olimpíadas. Ella se quedaba en casa preparando la comida de celebración. Todo estaba coordinado a la perfección hasta que crecieron. Entonces las preguntas empezaron a tener largos e incómodos silencios. Las cosas cambiaron. María empezó a notar que sus hijos la miraban distinta. La trataban distinto. Eso sólo consiguió que se encerrara más.
Para cuando todos pasaron la adolescencia, María ya no salía. Ni a misa.
Héctor sufría en silencio el dolor de su mujer. No entendía por qué ella vivía el mundo así. Pero la quería. Aunque sea de ese modo. Se pasó la vida intentando llegar a ese sitio dentro de ella. Incluso, cuando se amaban en la cama, cuando la tenía penetrada, solía quedarse quieto. Ponía su oreja cerca de la boca de ella por si acaso soltaba alguna palabra. Una que haya quedado ahí en su pecho, atrapada. Y que explique algo.  A veces sólo salía llanto. Ese mismo que soltaba al salir del confesionario.
-¿Qué le pasa a María? -solía preguntarle a Joaquín, psiquiatra y amigo de la infancia.
Pero a Joaquín, María se le escapaba. -Puede ser muchas cosas- le contestaba por no dejarle más angustiado. -Con la menopausia suelen arreglarse muchos problemas en las mujeres. No pierdas la esperanza. Lo más difícil ya lo has pasado, y aún así, eres feliz a su lado. Ya tienes más que muchos otros.- después de escuchar a Joaquín, Hector solía quedarse tranquilo por un tiempo. Hasta que Joaquín ya no era suficiente.
Un viernes, llegando a casa, encontró a María, llena de lágrimas en el recibidor. Boss la lamía preocupado. 
Días atrás, Joseja les había dicho que había conseguido un buen trabajo. Se independizaba, y con él se iba Luis. Victoria aprovechó y les dijo que también se iba a vivir con su novio. Los tres tenían un brillo en la mirada y María supo que su alegría era más bien un alivio. Se iban para alejarse de ella. 
En el recibidor, Boss lamía sus lágrimas. Ella estaba mirando a algún lugar lejos de aquél recibidor. Miraba a ese sitio del que Héctor nunca tuvo noticia por más que lo buscó.
La levantó y la llevó al dormitorio, le puso el pijama y la acostó. Estuvo toda la noche mirándola hasta que el sueño le venció. Al amanecer ella seguía con los ojos abiertos. Tenía el pijama húmedo. No había dejado de llorar. Era Sábado Santo.