“He”
-I-
Gases Nobles, los únicos que no interactúan con otros elementos de la tabla periódica en busca de una estabilidad. Ya la tienen.
Así se sentía Héctor. Completo en su hogar.
Para que un elemento sea estable debe haber completado su última capa, mientras no lo consigue busca relaciones. Ganar o perder electrones. No se está quieto.
Él, en cambio, era todo quietud.
Su voz cadenciosa apaciguaba a sus alumnos. Apaciguaba también a su perro cuando éste gemía al verle entrar por la puerta. Ese movimiento de la cola que se prolongaba por todo su cuerpo descoordinándolo. O sería su edad. Quince años habían pasado desde que aquel cachorrito entró en casa. Cuando todo era movimiento.
“Boss” fue el nombre que entre todos le pusieron al perrito. Fue difícil llegar a conciliar todas las opiniones. Su mujer, María, decía que tenía cara de Bruno. Joseja, su hijo mayor, quería llamarle Carbón. Victoria, la de en medio, lloraba porque no era hembra y no podía llamarla Campanita. Luis, el pequeño terremoto, quería llamarle Horror. Hector tuvo que convencerles a todos de que Boss se llamaría Boss. Lo hizo con pizza de pepperoni. Su mujer siempre le echó en cara que había hecho trampa.
En aquella época él no era un Gas Noble, más bien parecía un hidrógeno suelto y pequeñín. Tenía buenos amigos que solían ir a casa los sábados por la mañana para llevárselo a la Plaza Mayor en bicicleta. María ya se había acostumbrado. Ella salía con los chicos al mercado y decidían si ese día comerían cordero o ternera. Nunca pollo. Héctor odiaba el pollo. Desde niño. Cuando se casó juró que en su casa nunca se comería una carne tan sosa. María reía, le daba igual. Cada vez que comían fuera ella pedía pollo y era su manjar. Decía que gracias a su marido podía tener un manjar tan económico. Incluso los niños llegaron a creer que el pollo era algo que sólo se podía tomar en los restaurantes. Joseja solía contar a sus hermanos la difícil extracción de los órganos internos de aquel animal, algo que de no hacerlo manos expertas podía envenenar a los comensales. Hector reía con la idea y solía sumarse a las espeluznantes explicaciones. Se explayaba en describir las reacciones químicas de aquel veneno al mezclarse con la sangre, el oxígeno era el problema principal. Victoria abría los ojos siguiendo las manos de su padre. Luis, literalmente, escuchaba boquiabierto. María solía pellizcarle bajo la mesa -no te burles de su inocencia- decía.
Esos eran sus electrones, y sus protones. Ellos, su familia. Sus amigos de las bicicletas, sus alumnos de primero de química, y todo aquel que se encontrase cerca de él más de 3 minutos. Un electrón más a sumar, un protón más para equilibrar. Movimiento, enlace, relaciones, risas, agobios, esperanza.
María, en cambio, no era un elemento de la tabla periódica. Ella era algo ajeno. Nunca se enfadaba. Todo parecía estar siempre bien. Ni una queja. Por nada. Jamás.
María vivía su vida en su casa, salía al mercado los sábados y el domingo a misa y a comer al restaurante. No tenía amigas. No quería. Las mujeres de los ciclistas lo intentaron un tiempo hasta que se rindieron, era una lucha imposible. Ella no quería salir de casa salvo al mercado. Al mismo verdulero. Al mismo carnicero. Los niños eran los que más hablaban, hacían de mayores. En misa, siempre temprano para estar en el mismo banco. Cuando los ubicaba a todos, se iba al confesionario y se demoraba un rato. Luego salía secándose unas lágrimas. Héctor les decía a los niños -llora de lo buena que es- pero realmente no tenía idea del motivo y ella nunca se lo dijo.
Al terminar la misa iban caminando por la acera hacia la calle de Hartzenbush. La misma mesa, esa arrinconada y cerca de las escaleras que llevaban al baño. Todos pedían pescaditos y ella pollo. Era la broma del domingo para Hector.
Terminada la comida volvían dando un paseo. María miraba escaparates y le susurraba a Héctor lo que le gustaba. El lo anotaba en su memoria y luego le hacía regalos. Ella se los probaba. Él la besaba. Luego solía pedirle que salieran a dar una vuelta para lucir su vestido, o su abrigo, o sus zapatos nuevos. Ella entornaba sus ojos y se quedaba callada. Entonces él se apresuraba a decir - mejor el domingo- y a ella le asomaba una sonrisa dulce y lo abrazaba.
Los niños crecieron todos esos años sin percatarse de nada. Héctor tenía que asistir a la escuela cuando había alguna presentación por navidad, o la típica entrega de medallas de las olimpíadas. Ella se quedaba en casa preparando la comida de celebración. Todo estaba coordinado a la perfección hasta que crecieron. Entonces las preguntas empezaron a tener largos e incómodos silencios. Las cosas cambiaron. María empezó a notar que sus hijos la miraban distinta. La trataban distinto. Eso sólo consiguió que se encerrara más.
Para cuando todos pasaron la adolescencia, María ya no salía. Ni a misa.
Héctor sufría en silencio el dolor de su mujer. No entendía por qué ella vivía el mundo así. Pero la quería. Aunque sea de ese modo. Se pasó la vida intentando llegar a ese sitio dentro de ella. Incluso, cuando se amaban en la cama, cuando la tenía penetrada, solía quedarse quieto. Ponía su oreja cerca de la boca de ella por si acaso soltaba alguna palabra. Una que haya quedado ahí en su pecho, atrapada. Y que explique algo. A veces sólo salía llanto. Ese mismo que soltaba al salir del confesionario.
-¿Qué le pasa a María? -solía preguntarle a Joaquín, psiquiatra y amigo de la infancia.
Pero a Joaquín, María se le escapaba. -Puede ser muchas cosas- le contestaba por no dejarle más angustiado. -Con la menopausia suelen arreglarse muchos problemas en las mujeres. No pierdas la esperanza. Lo más difícil ya lo has pasado, y aún así, eres feliz a su lado. Ya tienes más que muchos otros.- después de escuchar a Joaquín, Hector solía quedarse tranquilo por un tiempo. Hasta que Joaquín ya no era suficiente.
Un viernes, llegando a casa, encontró a María, llena de lágrimas en el recibidor. Boss la lamía preocupado.
Días atrás, Joseja les había dicho que había conseguido un buen trabajo. Se independizaba, y con él se iba Luis. Victoria aprovechó y les dijo que también se iba a vivir con su novio. Los tres tenían un brillo en la mirada y María supo que su alegría era más bien un alivio. Se iban para alejarse de ella.
En el recibidor, Boss lamía sus lágrimas. Ella estaba mirando a algún lugar lejos de aquél recibidor. Miraba a ese sitio del que Héctor nunca tuvo noticia por más que lo buscó.
La levantó y la llevó al dormitorio, le puso el pijama y la acostó. Estuvo toda la noche mirándola hasta que el sueño le venció. Al amanecer ella seguía con los ojos abiertos. Tenía el pijama húmedo. No había dejado de llorar. Era Sábado Santo.
Muy intrigado me dejas hasta el próximo capítulo, pero tendré paciencia.
ResponderEliminarjeje, el segundo lo tienes asegurado para el lunes que viene, he retomado el tercero y creo que lo cerraré mañana para "postearlo" el tercer lunes. El desenlace se verá en el cuarto, creo yo.
ResponderEliminarlo he vuelto a leer más detenidamente es misterioso...seguiremos el lunes :)
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