Atardecía. Iba a ser una noche muy fría y sin luna. La niebla empezaba ya a dominar el horizonte y aquel hombre quería volver pronto a la ciudad, pero era sábado y debía pagar los jornales, luego podría irse a casa a ver a su mujer y a su hijo que, con pocos días de nacido, ya le había robado el corazón. Sólo quería llegar.
Al fin el último peón de la hacienda había cobrado su dinero, ya podía marcharse.
Tomó su caballo y se puso en camino, tenía una hora por delante pero pretendía hacer la vuelta en la mitad del tiempo, con la fusta si fuese necesario, no quería que la niebla le impidiera correr, había que darse prisa.
Eso no era lo que estaba por suceder.
Habían pasado unos quince minutos y ya no veía ni la crin de su caballo, confiaba en que la memoria de éste le llevase a salvo a casa. Y así iba, a merced del instinto del animal.
Escuchó, de pronto, lo que parecía ser el llanto de un niño pequeño, al instante vino a su memoria la imagen de su hijo en peligro, tiró del caballo para que frene y bajó, buscaba algo que se moviese, y lo vio, un bulto envuelto en algo gris, se acercó y lo tomó en sus brazos, era un niño precioso que lloraba de frío. ¿Cómo puede abandonar alguien a un niño tan pequeño? pensaba mientras metía al niño bajo su capa y reanudaba la marcha, he de llevarlo al cura, él sabrá qué hacer, y si no se encuentra a la madre lo criaré como mío, así Luis tendrá un hermanito.
En eso escucha ¡Tengo hambre!
Sorprendido se detiene, abre la capa y lo mira bien, le dice a la criatura ¿es que sabes hablar? le descubre la cabeza ¡tienes muchísimo pelo!
La criatura responde ¡y dientecitos también!
Aquel rostro dulce mostró una sonrisa descarnada y de sus ojos salían fuegos azules y naranjas. Él lo lanzó al abismo mientras su caballo corría despavorido, un olor a azufre lo acompañó todo el camino.
El caballo llegó desbocado y cayó muerto a las puertas de la iglesia, el cura salió al oír los gritos de auxilio y trataba de entender el relato terrorífico de aquel hombre que, pálido, sólo atinaba a besar la cruz que colgaba de su hábito.
Por fin, el cura sentenció ¡has visto al demonio y te has librado, no lo busques!
Desde entonces nadie sale en noches sin luna, cuando la niebla le sirve al diablo.
- Abuelo, ese niño, Luis, ¿eras tú?
- Si, y ese hombre era tu bisabuelo, y la hacienda es la misma que conoces, Trancapungo. Otro día te cuento más cosas de cuando aún la niebla dominaba las noches.
- ¿Y ya no pasa eso?
- No. Ahora hay luz eléctrica y podemos ver muy bien por la noche, no debes temer.
- ¿Y si se va la luz y hay niebla?
- No se qué decirte, la niebla es muy traicionera...
- Si, y ese hombre era tu bisabuelo, y la hacienda es la misma que conoces, Trancapungo. Otro día te cuento más cosas de cuando aún la niebla dominaba las noches.
- ¿Y ya no pasa eso?
- No. Ahora hay luz eléctrica y podemos ver muy bien por la noche, no debes temer.
- ¿Y si se va la luz y hay niebla?
- No se qué decirte, la niebla es muy traicionera...
Cuando acabó la historia fui a decirle a mi padre lo que su padre acababa de contarme y riendo me dijo "seguro era un conejo". :)
ResponderEliminar¿Te lo contó tu abuelo, Amalia???
ResponderEliminar¡Qué meio!
Mi abuelita tb solía contarme cuentos de miedo, pero, ya no me acuerdo de ellos....en buena hora.
Si, pero me lo contaba como quien cuenta un hecho real de su infancia. Luego cogía el violín y decía: ¿Qué animal quieres que haga sonar? y daba igual lo que digas que el lo conseguía.
ResponderEliminar