Este post lo escribo en varias partes que, al final, se unirán en un pan.
En junio estuve en Guayaquil. Al volver, en el aeropuerto, compré algunas cositas típicas para regalar a mis amigos. Esta costumbre es muy guayaquileña. Creo que los árabes y los asiáticos también son de regalitos. Es muy difícil de dejar. Ya estás en el aeropuerto diciéndote a ti misma que no vas a comprar más, que la gente en Madrid no es de andar dando cosillas cada vez que llegan de un viaje, que los pones en un compromiso y, al final, no puedes dejar de comprar cuando menos a los mayores, a tus consanguíneos y a tu mejor amiga. Y ahí estaba yo, mirando qué comprar. Algo pequeño y que no pese mucho. Aretitos de plata, bufandas de alpaca, y...”El espíritu del Ecuador”. Una chica muy mona lo daba a probar. Dulce alcohol. Venía en botellitas tan pequeñitas que entraban en la palma de la mano y con forma de una pirámide o alguna construcción parecida. Ya está, a por ellos, y de paso uno para mí.
Me gusta cocinar. No la comida de diario, pero sí cosas especiales. Estar ante el horno me parece igual que una hechicera con su caldero. Entra una masa y sale un pastel, un amasijo y sale un quiché, un pie, galletas ... magia.
Adoro tener ingredientes de todo tipo, aunque no tenga receta conocida que los use. Aliños, azúcares, sales, esencias, harinas. Tengo unos botes de cristal con pegatinas indicando cada cosa que llevan. Con el uso la pegatina sufre y la tinta sale corriendo. Debo hacer memoria, palpar, saborear y adivinar en muchos casos para definir y volver a etiquetar.
Llevo varios días con ganas de comer algo y no se el qué. Ya creo que lo tengo y al comerlo me doy cuenta de que no era eso. Se que es algo no tan dulce ni totalmente salado. Calentito. De Starbuck ya se que no es. Tampoco son empanaditas, porque las he comido toda la semana en diferentes modalidades. Mi hermana se casa, y he encargado la mesa de dulces y la de salados a una pastelería. El chef es argentino y me ha entendido perfectamente cómo lo quiero todo. He ido unas cuatro veces para revisar y llevar las bandejas donde quiero que emplaten. Pues no es nada que pueda comprar. Y entonces llegué a la conclusión de que mi antojo es de pan. Mi pan. Uno que aprendí a hacer en cuatro intentos fallidos de una receta de “Guaguas de pan”. Al final encontré mis cantidades, muchísimos huevos con clara y yema. No entiendo cómo podían pedirme 10 claras y nunca usar las yemas más que para pintarlos. Con lo ricas que están. Alcohol dulce, todo queda mejor con él. Leche, harina, mantequilla, azúcar, sal, nata. Sí, eso no lo encuentro en ningún lado, sólo en mi caldero.
Hoy el día amaneció con frío. Ayer era verano y hoy ya no. Salí por la mañana y tuve que dar media vuelta a por una chaqueta y hasta pensé ponerme guantes y medias. Por la tarde la casa estaba tranquila. Me puse a hacer pan. Busqué los ingredientes y me faltaba el alcohol, y ahí estaba el espíritu ese. Tuve problemas con el corchito que, de tan chiquitito, se rompió al primer intento. Hice maromas por sacarlo y cuando quedaba solo un trocito a la vista, decidí tirar con los dientes. Mi nariz tiró de mi boca y el líquido cayó en mis papilas gustativas. Empecé la receta.
Esto me recuerda un vídeo cómico de la receta de pavo al horno con tequila que circulaba en navidad, pues eso. Terminé con el espíritu dentro de mi y el pan más malo que he hecho. Y es que el alcohol puede que inspire la creatividad, pero hace bailar las letras y equivoqué la harina. Pero, qué les voy a decir, el antojito ese se me ha calmado.
Está buenísimo tu post... la pirámide a la que no le hallas forma es el monumento a la mitad del mundo del tal espíritu. Nostalgia del terruño! Saludos,
ResponderEliminarYanna
Anda, es verdad. Ya decía yo, no me cuadraba mucho lo de la pirámide. Es la mitad del mundo, claro. :)
ResponderEliminarBss