Memorias

Con el tiempo el recuerdo es menos y la sensación es más.

domingo, 20 de junio de 2010

Y cayó del Olimpo

Domingo 20 de junio de 2010 9:45h

Esto de escribir las memorias con cuarenta y pocos (muy pocos) tiene sus ventajas. La más evidente está claro que es la memoria. La más estimulante que siempre puedes escribir otras memorias de la mitad que te falta y que, en teoría, son los años más interesantes de tu vida filosóficamente hablando. Pero hay una desventaja y es que cuando las escribes con 80 años tienes mayor libertad de decirlo todo, una catarsis donde no cabe la vergüenza, tus padres suelen estar descansando en paz sin haber pasado por la incomodidad de leer tus memorias. Si por un casual aún viven seguro que no tienen la vista o el oído para enterarse bien, y si lo tuvieren, ya la sabiduría les aconsejaría no leerlas habiendo cosas más importantes que hacer con ese tiempo tan preciado, como la contemplación sin más. Con cuarenta todos están al loro.

Mi padre cumple 79 el viernes que viene, nació en el 31. Cuando yo lo conocí él tenía 41 años, yo 5. Antes de eso no recuerdo nada específico, salvo la malla de mi corral y escenas que pasaban fuera (la TV en blanco y negro y a Amstrong pisando la luna, por ejemplo).

Cuando cumplí 5 intentaron que fuese a la escuela, lo habían intentado con 4 pero fue inútil. Con 5 me forzaron, literalmente, yo gritaba, me agarraba de todo lo que pudiese evitar que me sacaran de mi cuna, de mi casa, de mi coche.
Creo que temieron que huyese si me dejaban en la escuela. Recuerdo gritar desde la cuna "déjenme disfrutar de mi niñez" y escuchar la risa contenida de mi padre.

Ahí, en esa risa, él en una habitación y yo en la de al lado, ese microsegundo lo convirtió en mi cómplice, mi colega, mi héroe.

Todo lo que él hacía y decía era secundado por mi, incluso fui a la escuela. Iba a misa y le veía postrarse a rezar. Trataba de emular su fe, pero era él a quien yo adoraba.

Estar al lado de mi padre debió ser como ir de compañero de Jack Bauer a una misión. Todo terminó cuando cumplí 8 años.
Ocurrió en Galápagos, en esa época la dictadura militar gobernaba mi país, el petróleo brotaba demasiado fácil y todos estaban contentos.

Mi padre es militar y había una isla para nosotros, o eso sentía yo, era mi isla. Tenía el comedor de oficiales con mesas de billar, el bar con refrescos, el cocinero, que solía ser un suboficial divertido e ingenioso. Lo de ingenioso debió ser condición para el puesto porque por entonces la comida y el agua de la isla venían por avión los lunes, pero solía ocurrir de vez en cuando que en lugar de llegar en lunes fuese un jueves, ahí el cocinero se iba de pesca, de caza, o de trapicheo por las otras islas y el agua se dosificaba. Tenía miles de historias divertidas, exageradas, y muchas inventadas, sobre cosas que ocurrían en las islas, disfrutaba contándolas convirtiéndose en protagonista obligado y a mi en una espectadora de aplauso fácil.

El área de recreo, comedor y bar, quedaba al final de la calle principal de la isla (era una base de la fuerza aérea), del otro lado estaban las villas de oficiales donde nosotros nos hospedábamos un mes entero cada año, generalmente marzo.

La electricidad la producía el generador que funcionaba con gasolina, se apagaba a las 9 de la noche y se encendía a las 5 de la mañana.

Los horarios de comida eran estrictos, del desayuno obviamente pasábamos, pero a la comida y cena nos apuntábamos.

La cena era a las 7 de la tarde, así daba tiempo a echarse una partidita de billar o ver alguna peli en el televisor y volver a casa antes de que se apaguen las farolas.

Una noche, el cocinero se puso a contar una historia terrible, decía que había perros salvajes en la isla, vivían escondidos entre los matorrales y salían a cazar por la noche; contaba como un amigo de él fue atacado y sobrevivió milagrosamente acabando con toda la metralla de su pistola, pero no se libró de perder una pierna que se infectó con los mordiscos.

Como la historia era larga y queríamos escuchar el final, rogué a mi padre que me deje quedarnos unos minutos más, él me advirtió sobre la hora y que si no nos apurábamos no tendríamos luz para el camino de regreso, me asusté y me fui con él hacia casa sin saber el final del relato.

Iríamos a mitad de camino, apenas se veían las luces del comedor donde imaginaba al cocinero lavando los trastos y cerrándolo todo, del otro lado adivinaba la luz de mi casa. De pronto, las luces de las farolas titilaron, agarré fuertemente la mano de mi padre y le pregunté
- si nos atacaran ahora los perros salvajes, ¿qué harías?
- les atraería y te gritaría que echaras a correr a casa sin mirar atrás.
- ¿Pero y si un grupo se queda contigo atacándote y a mi me persigue otro?
- No podría hacer nada, eso ya dependería de ti.

Ese día del mes de marzo mi padre se convirtió en mortal. Le vi con pena y yo, comprendiéndolo todo, empecé a adorar a Dios, a ese al que mi padre se postraba en misa. Ese que me convertía de pronto en la protectora de mi pobre y mortal padre.

Yo y Dios, el nuevo dúo poderoso e invencible.

3 comentarios:

  1. Me encantó, y como los conozco a todos, ha sido como ver una película. Tu papi todavía es tu idolo.

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  2. Increíble relato, amalia.
    Lo visaulicé como recordando una película.

    ¡Qué bien q escribes!

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