No me gusta ir al doctor, y de entre ellos el peor sin duda es el dentista, seguido muy de cerca por el ginecólogo. Gana el primero, no por ser más incómodo que el segundo, sino porque en sus consultas uno se demora mucho más.
El ginecólogo es un comprimido de incomodidad y molestias, pero acaba en 5 minutos. Y si ya llevas algunos años haciéndote las revisiones, pues usas la ropa apropiada para que todo acabe en 3. Y esa soy yo.
Vestida con dos piezas de tela stretch. Zapatos sin hebillas. Monto en la silla cual amazona, encajando al instante los pies en los estribos, y me voy con la misma viada con la que entré.
Con cuarenta recibí en mi cara el primer aliento de la vejez. El doctor me mandó a hacerme una mamografía. Pregunté si había algo extraño en la revisión que me hizo y dijo que no, pero que a mi edad hay que empezar a controlar esto también. Lo hice.
Mi venganza fue no ir a verle al año siguiente, ni al siguiente. Este año ya se me había pasado el berrinche y fui. Ya no me sorprendió que me pida otra mamografía.
Hoy he recibido los resultados, mientras leía el informe, se dibujaba en mi rostro una sonrisa vanidosa. Esa manera tan técnica de referirse a mis domingas. Morfología y tamaño normales, abundante tejido glandular y de sostén, equilibrado esto, simetría aquello. Vamos, un piropo en toda regla. Hasta que llegué a la frase final “para su edad”
Yo caminaba con tacones, con una minifalda blanca que acentuaba el bronceado de azúcar que me hicieron ayer en la peluquería. Me vi reflejada en una vitrina de una tienda de antigüedades, y sentí que estaba del otro lado del cristal. Era el maniquí de una tienda retro .
Estaba a punto de tomar un taxi para ir a comer con mi hermana, y de pronto, un impulso juvenil se apoderó de mis tacones, y me llevaron al metro. Por unos minutos dejé de sentirme anciana y pasé a sentirme torpe. Estaba en la vía equivocada. Siempre el susto limpia mi mente de trivialidades, y mi instinto de supervivencia me guió hasta Sol.
Con mi hermana estuvimos comiendo, charlando y bebiendo. Nos reíamos del mundo, y como siempre, terminamos hablando de lo que haríamos de viejecitas. Iríamos juntas a darnos masajes al quiropráctico y nos importaría todo un comino.
Así de feliz volví casa.
Mi hijo, que estaba en la cocina, me dice:
Hay una serie que te puede gustar. -Él es mi magazine de las series. Me hace una reseña interesante poniendo hincapié en el padre del protagonista- Un actor increíble, no lo conocía, el papel y los diálogos me recuerdan a mi abuelo -mi padre-.
Pone Megavideo, busca la serie y...
¡vale, esto ya es demasiado! -me digo a mi misma- ¡Pero si es el comandante de la nave enterprise de star trek!
Mi hijo me queda mirando, con su miradilla de desaprobación y condescendencia, esa que me ponía con 4 años también, y me dice:
No, estas confundida con aquella película donde el comandante del enterprise es el mismo que hizo de Xavier en X man.
Y yo, con ganas de devolverle el gesto de saber más que él, no pude decirle nada. No sabía, para nada, a triunfo, el haber visto navegar al enterprise, cuando lo comandaba el Capitán Kirk.
Veo en sus ojos el reflejo del cristal de la tienda de antigüedades.
¡Vale, esto ya es demasiado! (por segunda vez en el día). Creo que llevo por lo menos 3 post dedicados a quejarme de que ya se me pasó el arroz, que se me fue el tren, que empecé el declive, etc.
¿Qué hago yo mirando los cristales de las vitrinas?
¡Yo soy de entrar a comprar!
Siempre he pensado que uno tiene lo que se merece, y que uno se merece todo lo que se permita a sí mismo.
Creo que voy a comer arroz, montada en un tren sin frenos y en declive. Iré a tal velocidad, que subiré sin problemas el siguiente repecho.
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