Al día siguiente, en la escuela, mi amigo no se puso a medir los centímetros limítrofes que mi codo violaba, eso evitó que mi pierna se moviera y que sus útiles cayeran al suelo. Tenía curiosidad por lo que había pasado con mi abuela, no sabía si el llanto de ella era compasivo o el compasivo era él. Lo busqué en el recreo para preguntarle pero cuando estábamos juntos no me animé porque habría tenido que contarle que los vi y eso me incomodaba. Pero ya era tarde para irme de su lado, de modo que caminamos como dos solitarios por las líneas que las grietas del cemento dibujaban en el patio. Al almuerzo, vino a mi mesa y me miró y yo me hice a un lado dejándole sitio. Mis amigos me miraron inquietos, pero yo lancé una pregunta al grupo e inmediatamente olvidaron al intruso.
-¿A quién le guste la piña?
Todos se miraron negando con la cabeza, mientras más lo negaban más parecía que fuese malo decir que les gustaba, es más, creo que a alguno si que le gustaba, pude verle en los ojos esa luz que destella cuando escuchas algo que te gusta, y fue el último en decir que no, que era asquerosa.
-¿A quién le gusta el Plátano?
Todos a coro dijeron “A mí”
-¿Quién me puede explicar por qué lo que sería un kilo de plátanos cuesta la mitad de lo que sería medio kilo de piña?
Ese momento me di cuenta de que yo era el único que hacía la compra en la frutería, todos estaban sorprendidos pero ninguno habría podido decir el precio de un plátano por mucho que les gustara.
Entonces, el nuevo del grupo habló.
- Porque las madres comen piñas, por eso son más caras.
Y todos asintieron con la cabeza. Yo me quedé sorprendido. Eso no me había dicho el frutero. No depende sólo de la oferta sino de quién lo demande. Si lo demanda quien decide entonces puede costar más. Yo no sabía mucho de madres pero si bastante de abuelas. Las abuelas no comen piña, ni caquis, ni granadas, ellas comen plátanos y uvas, y naranjas. Me sentí afortunado de no tener que comer a gusto de madre. Y entonces tuve otra curiosidad ¿Qué comen los padres? pero no me atreví a preguntar. No me gustaba hablar de padres en general, porque a mi no me afectaba el no tenerlos pero si notaba que al resto les ponía en una situación incómoda, de esas que provocan miraditas. Además, yo en esos temas no tenía argumentos, me sentía perdido.
Al terminar el día fui a casa con mi nueva sombra, esa que caminaba por las hendiduras de las baldosas de la acera. Al llegar a mi portal se detuvo, y esperó a que abra, luego me dijo adiós sin esperar mi respuesta, yo la demoré porque no estaba seguro si el responderle me ataría a él de por vida. De hecho fue así. Desde ese día hasta terminar el bachillerato fuimos y volvimos juntos del colegio.
No fue tan incómodo como yo había pensado, no hablaba demasiado y si lo hacía solía tener fundamento. Le gustaba escuchar mis dudas sobre las cosas cotidianas, siempre tenía respuestas originales y lo decía un modo tal que sonaba al dictamen de un juez.
Había pasado un par de meses desde que mi sombra ya se consideraba mi amigo, y yo lo había empezado a considerar un discípulo. Realmente era más inteligente que todos mis amigos y era el único que hacía replantearme mis conjeturas.
Se acercaban las vacaciones de Navidad y todos empezaban a pensar en la comida, la fiesta, los encuentros con primos lejanos y cercanos, los tíos favoritos y por supuesto en los regalos. Yo sólo recibiría uno, el de mi abuela y no vendría nadie a cenar con nosotros. Percibía que a mi discípulo tampoco le hacía mucha ilusión la Navidad pero no me atrevía a preguntarle el por qué, por miedo a que me devuelva la pregunta, y que eso nos meta en un tema incómodo. Me sorprendió que fuese él, quien introdujera el tema, preguntándome si comeríamos cerdo o pescado.
Yo había estado todas las semanas de diciembre pidiéndole a mi abuela que cenemos Pavo en noche buena, y pavo calentado en Navidad, como lo hacían en las películas americanas. Le ofrecí poner el nacimiento con todas las figuras y como ella no se pronunció yo aproveché para poder chantajearla. Así, esa navidad de mis doce años tuvimos un nacimiento parecido al del ayuntamiento. Como el espacio era el límite yo crecí hacia arriba, monté cajas grandes sobre cajas más grandes y así iba ganando terrazas. El nacimiento tuvo el belén, el desierto, el castillo de Herodes, el camino de los reyes magos que vertebraba todo, la selva que estaba pegada casi a la pared y para la que pinté unos tigres que se asomaban entre la yerba. Lo hice tan grande que no pudimos ponerle luces a todo porque no alcanzaba el cable. Esas semanas los atardeceres de la ventana morían en el desierto. Mi abuela quedó tan encantada que cedió y fui triunfante a la pollería a encargar el pavo. Al final fue una pavita porque éramos sólo dos, pero como nuestra mesa de comedor también era pequeña en proporción era igual que un gran pavo americano.
¡Esas semanas los atardeceres de la ventana morían en el desierto!. Esa frase vale lo que un imperio.
ResponderEliminarEs la cosa más bonita que me han dicho :)
ResponderEliminarGracias por seguir la historia.
Amalia