Memorias

Con el tiempo el recuerdo es menos y la sensación es más.

domingo, 18 de marzo de 2012

El Camino (2ª)



Me sorprendió el alivio que sentí al encajar estos hechos de este modo. Sabía que usaría su método y disciplina para encontrarse, que lo armaría todo de una nueva manera y que contaría de nuevo con su querida amistad. Y entonces me di cuenta de que ese niño insoportable del sexto curso de escuela se había convertido en mi hermano.
No tuve hermanos, fui criado por mi abuela cuando murieron mis padres de quienes casi no guardo recuerdos reales. Mi abuela me dio sus recuerdos, y eran muchos más de los que mi memoria habría podido albergar como hijo de ellos. Era una mujer fuerte en dulzura y grande en generosidad que creía que yo necesitaba más gente que sea parte de mi vida, y fomentó la amistad con ese chico nervioso que me había tocado en la lotería de los puestos de la clase.


Yo nunca sentí que me faltara algo, y menos un hermano, es más, agradecía no haberlo tenido cada que debía que soportar la relación forzosa de mi compañero de pupitre. 
Cuando él delimitaba en la mesa los centímetros cuadrados que tenía que ocupar cada uno, me ponía de los nervios, y movía mi pierna haciéndola chocar con una pata, eso la sacudía toda y hacía caer los lapiceros y el sacapuntas ordenados juntos por encima de su libreta, las puntas se rompían y él se levantaba con su sacapuntas que también había caído y encima del basurero se quedaba un buen rato, ese tiempo aprovechaba yo para respirar, estirarme, sacudirme y así poder a aguantarlo otra hora más. A veces del sacapuntas se rompía ese trozo de plástico que une la estructura del orificio de entrada y evita que la cuchilla se mueva con la presión del lápiz, entonces el volvía y lo guardaba todo en su cartera. 


Por la tarde iba a mi casa, no le daba pereza caminar las cinco manzanas que nos separaban, subía al tercero b de mi edificio a que mi abuela le abra, le de leche con magdalenas y me obligue a pasar la tarde con él. No le contaba nada del sacapuntas, ni de los constantes movimientos de mi pierna que estropeaban su caligrafía, no hacía falta, cualquier castigo era menor que tener que jugar con él para alegría de mi abuela.

Como él era un buen estudiante y yo no tanto, de alguna manera, creo que por ósmosis, mis notas mejoraron. La profesora y mi abuela estaban tan contentas con la buena influencia de mi nuevo “amigo” que mi sitio en el aula se consolidó muy a mi pesar. 

Llegué a urdir un plan para romper con esta situación, pero era demasiado complicado, por lo que decidí enfrentar a mi abuela con la realidad. Esta decisión la tomé luego de una charla en la frutería, le había preguntado al dependiente el por qué unas frutas costaban más que otras no viendo yo una diferencia lógica de sabor, así, para mí, el plátano debía ser muchísimo más caro que la piña a la cual no le encontraba la gracia. Otro ejemplo, la uva, definitivamente debía ser más cara que el caqui. El dependiente me dijo que no se fijaba el precio por el sabor sino por la oferta, si hay poco es más caro que si hay mucho, da igual si es más o menos sabrosa. Ahí me di cuenta de lo que le pasaba a mi abuela con el chico este, para ella él era un bien escaso y daba igual que sea desagradable para mí. De modo que decidí explicarle esta teoría a mi abuela y prometerle traer a muchos chicos de mi clase cada semana para que se quede tranquila y deje de recibirle con mis magdalenas y mi leche. 

Llegué a casa esa tarde con la compra en una mano y las llaves en la otra, entré por la cocina, saqué la fruta y la puse expuesta en el frutero para que se vea la variedad, y así la pueda usarlas para mi explicación. Me lavé las manos con ese jabón con olor a jazmín que ella dejaba en el fregadero para que huela que la he obedecido. Sequé mis manos con ese rizo que siempre se alzaba en mitad de mi mollera y así, lamido, caminando que no marchando, busqué a mi abuela. La encontré en su habitación, mostrándole fotos a mi “Amigo”. Iba a entrar de sopetón y sacarle de ahí, me parecía una invasión que requería entrar en armas, pero entonces vi que estaban llorando y me agazapé entre las batas que colgaban del gancho de la entrada.
Se notaba que ya habían hablado de lo gordo del asunto, estaban en la etapa de consolación. Preferí no ver ni oír nada y me fui al salón, encendí la televisión para que sepan que había llegado, se sequen, se acomoden y de ser posible se despidan. Estaban dando Tarzán.

Sorprendentemente, fue así, al escuchar los ruidos del salón, salieron, se despidieron y mi abuela vino al sofá y se puso a ver Tarzán conmigo. Me trajo magdalenas con leche y me besó justo en el sitio donde habita el rizo rebelde. 

Casi abrazados, la sentía suspirar. Hice un esfuerzo por ver el reflejo de su rostro en la pantalla y constaté que no estaba viendo el programa, su mirada se escapaba hacia el atardecer, ese que se veía encima del cuarto piso del edificio de enfrente, y que secaba las sábanas de aquellos vecinos.

2 comentarios:

  1. Me gusta ese gran salto hacia atrás en el tiempo, sobre todo porqué tendrás que rellenar un buen montón de años. Besosos-

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